sábado, 12 de octubre de 2019

En la Posada de Más allá del tiempo



    Estamos en la posada de Más allá del tiempo, un lugar encantador donde se encuentran personas que pudieron haber vivido a siglos de distancia, pero que los une en una amistad sobrenatural el amor por las cosas verdaderas, bellas y buenas…
Allí los alimentos son reconfortantes y las exquisitas bebidas no embriagan sino que mueven el corazón a una serena alegría.
En aquel lugar se encuentran Kirk David Jason Ramírez, un joven argentino de mediados del siglo XXI y Juan Santiago Núñez un joven español de principios del siglo XVI…

JUAN– (con sorpresa) ¡¿Cómo dices que te llamas?!
KIRK– Kirk David Jason Ramírez
JUAN–  Pues alguien estaba borracho, o el cura que te bautizó o la madre que te dio a luz…
KIRK– (en tono amistoso) No, nadie estaba borracho, solo eran nombres que aparecían en telenovelas que mi madre miraba.
JUAN– ¡Oh, ya he oído hablar de esas telenovelas! Y por lo que sé, hacían más destrozos en vuestros cerebros que las novelas de caballería en los sesos de Don Quijote.
KIRK– Sí, es cierto, pobre mamá… Pero, si no te molesta... antes de que lleguen los otros muchachos... quisiera aprovechar para preguntarte sobre algunas cosas que pasaron en tus tiempos, porque... eran días oscuros aquellos ¿no?
JUAN– ¡¿Obscuros?! El aire estaba tan limpio, los colores tan claros, aún en los poblados… ¿podéis decir lo mismo de vuestras ciudades?
KIRK– Bueno, no… Pero lo que quiero decir es que pasaban cosas terribles. Yo estoy agradecido por la Fe recibida, pero es lamentable que hayan usurpado las tierras y exterminado a los nativos…
JUAN– Oye, ¿cómo puedes decir una cosa así? He estado allí y puedo decirte que no es verdad lo que dices.
KIRK– No lo tomes a mal, no es algo personal, pero he visto documentales donde explican cómo han sido las cosas.
JUAN– Y a esos documentales los has visto seguramente en la misma pantalla en que tu madre miraba esas telenovelas…
KIRK– Sí, es así.
JUAN– Tampoco lo tomes a mal, pero las personas de tu tiempo tenían una verdadera obsesión con esas pantallas ¿cuántas horas al día pasaban pendiente de ellas? En el almuerzo, en la cena, mientras trabajaban, mientras estudiaban, ¡mientras descansaban! ¡Y hasta tenían unas ridículas pantallitas de bolsillo!
KIRK– Celulares se llamaban, pero eran algo útil.
JUAN– Pues, no lo pongo en duda. Pero el problema es que olvidaban mirar la realidad. Fíjate: en aquellos tiempos ¿sabías en qué pueblos habían nacido tus abuelos, o a qué jugaban ellos cuando eran niños?
KIRK– Es cierto, en aquel tiempo a eso no lo sabía.
JUAN– Y probablemente tampoco sabíais mucho de vuestros padres, de vuestros hermanos, de sus alegrías y sus preocupaciones. ¿Y sabes por qué? Porque la materia prima de vuestras conversaciones provenía de lo que habíais visto y oído en esas molestas pantallas. O sea, ellas os decían de qué debíais hablar y cómo debíais hacerlo.
KIRK– Sí, en ese sentido fuimos una generación muy vulnerable
JUAN– Así es, bastaba que un calumniador tuviera el dinero suficiente para poner sus mentiras repetidamente en esas pantallas para que las verdades se olvidaran y las mentiras ocuparan su lugar…
Pero me has hecho una pregunta y no voy a esquivarla. Mira, ninguna de las grandes civilizaciones, ni la egipcia, ni la romana, ni la griega, ni la judía se hicieron sin las correspondientes invasiones y conquistas de territorios, esto ha sido así en la historia de la humanidad.
Pero además, cuando los españoles llegamos nos encontramos con otros usurpadores.
KIRK– ¿Otros usurpadores? ¿Cómo es eso?
JUAN– El imperio de los aztecas, y el de los incas, se había creado con violencia y se mantenía sometiendo a los nativos con una opresión sanguinaria . ¿Crees que fuimos nosotros solos los que vencimos a esos miles de guerreros? Pues fuimos nosotros junto a los nativos, así pudimos hacerlo.
KIRK– Es cierto, hay conquistas y conquistas.
JUAN– Piensa solamente en los rostros de los habitantes de toda Hispanoamérica de tu siglo XXI, cuánta sangre india hay en todas esas gentes. Y piensa, en cambio, en los Estados Unidos de Norteamérica ¿por qué quedaron tan pocos indios allí? Pues porque los ingleses sí que los masacraron. De alguna manera, por una idea religiosa torcida –o “vuelto loca” como diría el Gordo–, se sentían los elegidos y al indio lo veían como un ser inferior.
KIRK– Pero ¿y ustedes?
JUAN– Nuestros sacerdotes nos lo recordaban a cada instante “los indios son iguales a vosotros” El espíritu misionero impregnó toda la conquista llevada a cabo por España.
KIRK– Pero hubo abusos, no fue todo tan puro.
JUAN– ¡Pues claro hombre! ¡Se trata de seres humanos! Pero incluso a hombres importantes se les mandó a prisión cuando cometieron algún delito: las leyes promulgadas por la corona protegían a los indígenas. Nuestra querida reina Isabel era una santa. Aquella España fue un ejemplo para los pueblos.
Dime ¿cuántas veces habéis oído hablar mal de los ingleses por lo que hicieron con los indios?
KIRK– Casi nunca.
JUAN– En cambio cuánto odio a aquella España católica. Nadie iba a insultar en tu siglo XXI a los gobernantes españoles, los insultos iban contra a la Iglesia. Y, la verdad, qué poco habéis defendido estas causas…
KIRK– El evangelio nos manda poner la otra mejilla.
JUAN– Eso es muy noble cuando te insultan a ti, pero no cuando insultan la Verdad. Fíjate en Cristo, que es la Verdad y la Vida: cuando lo abofetearon dijo con hombría: “Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?”
Mira, no se trata de devolver un insulto, se trata de ser firme y amable: como el gordo Chesterton, ¡qué gran tipo! Hasta sus adversarios lo estimaban.
KIRK– ¿Chesterton, el inglés?
JUAN– Sí, suele venir con otros amigos a tomar aquí unas cervezas. Ellos vivieron en un tiempo muy cercano al tuyo. Pero en el siglo XXI los cambios fueron tan rápidos, hay cosas de vuestro tiempo que realmente sigo sin entender.
KIRK– ¿Qué cosas por ejemplo?
JUAN– Pues, mira, las mujeres de todos los tiempos han sido signo de belleza, de dulzura… pero también de valentía: llevan a sus críos en sus vientres y los defienden como leonas. Y aun las que no son madres, tienen un amor por los niños que las impulsa a actos heroicos. Es cierto que en tu época unas pobres desdichadas despreciaban esas virtudes, pero muchas otras no y eran verdaderamente mujeres valientes.
Pero los hombres ¡por favor! habéis sido una vergüenza. Nosotros combatimos contra los enemigos de la Fe, y nuestros trabajos eran rudos. Y vosotros, en cambio, sentados en vuestra casa, sentados en vuestro automóvil, ¡sentados hasta en el trabajo! ¡Todo el día sentados! ¡No sé cómo no se les borraba…!
KIRK– ¡Momento! No tenemos culpa de ello, así eran esas ocupaciones. Y si es por pelear, algunos eran capaces de molerse a palos durante un partido de fútbol
JUAN– Caramba, hombre, no te confundas, esos pobres tipos no eran valientes, eran simplemente locos. El asunto es éste: dónde, en la vida cotidiana, un hombre de tu época mostraba que era un hombre cabal.
KIRK– Mira, tú sabes que si estoy aquí es precisamente porque no he sido un cobarde.
JUAN– Cierto es, significa que has combatido el buen combate, como dice la Escritura.
KIRK– Y ahí está la respuesta, querido amigo, en tus tiempos el hombre justo era respetado por todos, pero en el siglo XXI, ser honrado significó ser tomado a veces por estúpido y ser virtuoso, por ridículo, vaya si nos costó mantener la Fe, fueron tiempos muy difíciles.
JUAN–  (luego de un momento de pensativo silencio) Ahora estoy comprendiendo. Eran las duras luchas espirituales de las que también habla la Escritura… Bueno, pidamos una cerveza, aquí bebemos una exquisita cerveza negra, espesa, fuerte y bien amarga.
KIRK– OK, pero… preferiría una un poco más suave.
JUAN– Mmm, bueno… ¡Silvestre! ¡Trae dos jarros de cerveza! Uno de la buena y otro con cerveza para niños.
KIRK– ¡Oye, qué estás diciendo!
JUAN– Vamos, no te enojes, es un chiste. Solo hago bromas con mis amigos, y solo soy amigo de personas que admiro.
KIRK– Brindemos
JUAN– Pues ¡brindemos!


jueves, 26 de septiembre de 2019

Un mal espíritu

Está claro que aquellos que tienen la responsabilidad del gobierno de una institución no pueden controlar todo, ya que por más empeño y dedicación que pongan no pueden ver lo que sucede en los sitios más alejados de sus oficinas, por lo tanto, es entendible que, teniendo en mente el bien de la institución, sea para ellos muy difícil resistirse a cosechar los frutos de la delación.
Muy poco probable sería que quienes cuentan con criterios morales sólidos fueran a promover que sus subordinados hablen mal unos de otros. Sin embargo, tal vez no sea tan poco frecuente el hecho de permitir que un empleado de aspecto aparentemente dolido y preocupado por cosas que suceden se acerque a contar su particular punto de vista sobre ciertas formas de actuar de algunos de sus compañeros de trabajo.
Salvo en el caso de que quien informa sea un excelente actor, tal vez no sea demasiado difícil distinguir aquel que comunica algo movido por una genuina preocupación respecto de aquel que comunica algo con intención de quedar bien él o de dejar mal a alguien, o de aquel que presenta su queja por una simple debilidad de carácter que le impide enfrentar una situación.
Pero el punto es que si el que gobierna espera obtener un beneficio para la institución permitiendo tal costumbre francamente no sabe lo que está haciendo, porque lo que obtendrá —tal vez lenta, pero inexorablemente— será un ambiente infectado de una creciente suspicacia y de un gradual resentimiento.
La idea le parecerá efectiva, pues sabe que el discreto inciso “hay gente que se ha quejado” genera una sensación de estar observado a tiempo completo y de que los ojos y oídos de cualquiera pueden ser los ojos y oídos del jefe. Por lo tanto –entenderá–, todo el mundo cumplirá prolijamente sus tareas.
Pero el resultado será que cada uno de los subordinados empezará a cuidar mezquinamente su quintita, dejando en un segundo plano cualquier otro objetivo. El amor que un empleado pudo haber tenido por la institución habrá empezado a enfriarse desde el momento y en la medida en que lo han hecho sentir observado meramente como una pieza de una máquina.
Por supuesto, si el máximo lucro es el único objetivo de los que mandan, si el ascenso es el único objetivo de los empleados, sin importar qué cabezas hubiera que pisar… bueno, no hay mucho más para decir, a excepción de que habría que rezar por esa pobre gente.
Pero para los otros lugares, para aquellos donde haya otros objetivos –además, eventualmente, y por qué no, de lo económico–, es decir, para aquellos sitios donde lo humano no haya sido olvidado, y, con mayor razón, para aquellas instituciones cuyo fundamento sea que lo humano tienda a lo divino, sería bueno que se pusieran a pensar si los medios que están utilizando conducen a los fines que –se supone– están persiguiendo.
Dejando de lado, por supuesto, el caso de una actividad delictiva, que debe ser denunciada, investigada, sancionada, etc., hay que decir que abrir las puertas a la costumbre de la delación es abrirle las puertas a un mal espíritu que empezará a serpear como una sombra espesa en los pasillos y que invadirá hasta los últimos rincones de la institución.
En cambio, si en ese lugar se fomentara la sinceridad en el trato, la simpleza, la franqueza, en definitiva: la caridad… todas palabras demasiado devaluadas, demasiado gastadas pero en verdad poco comprendidas y mucho menos practicadas… si se dejara de lado, o si, por lo menos, se postergara el reproche, la acusación, hasta, al menos, preguntar por qué una persona obró de tal o cual manera… tal vez las sombras se disiparan un poco.
Tal vez si la enorme cantidad de energía que se gasta en enojos, quejas y acusaciones contra otros pobres mortales –ya sean compañeros de trabajo, o subordinados, o jefes– se destinara verdaderamente a tratar de crecer en la caridad.... tal vez sea un primer paso para  que un mal espíritu que se ha metido en un lugar de trabajo empiece a desvanecerse.

"Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio." (Ef. 6, 12)


miércoles, 11 de septiembre de 2019

Tener un árbol, plantar un libro y escribir un… no, ¿cómo era?


La fecundidad, lejos de ser considerada una bendición a agradecer, es, en estos tiempos, muy frecuentemente juzgada como una maldición de la cual hay que protegerse.
Pero, así como por muchos es rechazada, por otros es buscada. Y a veces es buscada por las mismas personas por las cuales por mucho tiempo fue rechazada.
Sea cual fuere el caso, entre quienes desean la fecundidad se da, a veces, una dolorosa situación de angustia.
Lo de “hijos buscados” o “no buscados” sería una distinción completamente superflua si los nuestros fueran tiempos menos enfermos. Un hijo era, en alguna otra época, una consecuencia natural del amor, el ejercicio de la sexualidad implicaba la posibilidad de ser padre o de ser madre. Al eliminar esa posibilidad, más de un ingenuo creyó que el amor saldría beneficiado... Pero he aquí que, al liberar de responsabilidad al propio goce, no es el amor quien se beneficia, sino el egoísmo, que es, precisamente, todo lo contrario.
Pero no importa cuán enferma esté una sociedad o una época, la naturaleza se impone. Hay un anhelo de felicidad en nosotros, y parte de esa felicidad es el deseo de ser fecundos. Y una, acaso objetable, ilustración de eso es aquello de “Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo”. La verdad es que no conviene que todo el mundo escriba un libro –sino solamente aquellos que tengan algo para decir–, y, aunque no estaría mal plantar un árbol, se podría pensar que es un asunto bastante espinoso considerar el “tener un hijo” como parte de lo que se necesita para completar la “realización personal”.
Cuando el deseo de tener un hijo viene a generar en la persona un ordenamiento de su vida, bienvenido sea; pero cuando se convierte en una exigencia de la autorrealización a satisfacer a cualquier precio, es decir, sin importar lo bien o mal que estuvieren los métodos a utilizar, deviene en una ansiedad tiránica, implacable, esclavizante…
Pero la fecundidad es otra cosa, tiene que ver con dejar algo, hay como una conciencia de estar de paso... y un deseo implícito de que ese paso no haya sido en vano, de que ese “haber estado” haya dejado una huella... 
Y eso se nota hasta en los que hacen daño, es como el lado oscuro de ese mismo deseo. Porque el mal, de por sí infecundo, no puede, ni en lo más mínimo, hacer nada que no sea la corrupción de algo bueno.
La fecundidad, la fertilidad, tiene que ver con el humus de la humildad, con saber qué somos, con saber quiénes somos, por lo tanto tiene que ver con la verdad, con la bondad… y la bondad es fecunda. El buen trato –ya sea la sonrisa sincera o la corrección seria y a la vez amable– deja una huella en el alma de quien lo recibe.
Y la bondad mueve, a la vez, a una forma de encarar el dolor, que es algo que inevitablemente forma parte de la vida... En vez de una estéril rebelión contra él, la aceptación del sufrimiento hace aún más fértil la tierra de la que estamos hechos. Así que, después de todo, tal vez no esté tan mal decir que el dolor es una… fertilizante porción de estiércol, aunque, ciertamente, sería una desgracia estéril pensar que es un sin sentido.
Están a la vista los frutos de la fecundidad de muchos, en sus hijos, en sus obras. Pero hay otra clase de frutos, que son los que crecen en el alma de uno mismo y de quienes nos rodean, y son aquellos que hacen que los padres lo sean verdaderamente, y que aquellos que no son padres puedan ser igualmente fecundos. Y no es una forma metafórica, sino profundamente real.







martes, 27 de agosto de 2019

El amor y la asesoría pedagógica.

(29/08/19 Edición 2)
Una buena manera de pensar la educación es entenderla como una obra de amor. Los que educan lo saben. Y los que se dedican a la tarea de asesoría pedagógica harían bien en tenerlo también presente.
Es deseable que quien eduque sea siempre alguien que ame aquello que está enseñando y que, a su vez, ame a aquellos a quienes está enseñando. Las razones de esto son bastante obvias, pues cuanto más ame el que enseña aquello que enseña, con mayor precisión y delicadeza tratará los conocimientos que comparta y cuanto más ame a quienes enseña, mejor ha de tratarlos y más paciencia y piedad les tendrá cuando no valoren o no comprendan aquello que les está ofreciendo.
De alguna manera es como un enamorado que trata de llegar al corazón de la amada ofreciéndole su propio corazón. Quien en verdad ama no solo no es ciego sino que ve con mayor claridad y comprende mejor. Quien en verdad ama no desprecia el consejo sabio. El amor lleva a la sabiduría y la sabiduría al amor.
El muchacho que está seriamente interesado en una chica encontrará la forma de llegar a ella. Si ella trabaja en una tienda de ropa de mujer, donde él no tiene ningún motivo para ingresar, él entrará y simulará estar interesado en comprar un regalo para su madre, o entrará para ofrecer una rifa de los bomberos voluntarios o entrará para hacer una encuesta, pero va a encontrar la manera de entablar un diálogo con ella.
Si en esos días el muchacho en cuestión se halla leyendo una revista, en la sala de espera del dentista o del peluquero, y se encuentra con un artículo que explica cómo conquistar una chica, difícilmente podrá resistirse a leerlo, porque, es muy probable, estaría pensando alguna estrategia y no le vendría mal alguna sugerencia. Pero, en el fondo, sabe que cualquier cosa que diga o haga resultará una estupidez si él mismo no le es agradable a la chica, y, al revés, cualquier cosa que diga o haga resultará bien recibida si él mismo le es agradable a la chica.
Así que las sugerencias serán vistas como eventuales recursos y sería un tonto si las rechaza de plano. Pero cuando la revista de la peluquería empieza a dar lecciones sobre qué es el amor según las últimas tendencias y, además, augura éxitos en lo que resta del año a la gente de piscis, el joven en cuestión deberá pasar raudamente a las secciones deportivas o humorísticas a efectos de no perder la senda de la sabiduría o bien para, al menos, no perder la paciencia.


lunes, 8 de julio de 2019

Espejos y Escudos



          Einsed era tan buen administrador de aquellas tierras que el Rey, agradecido por la diligente atención que el muchacho daba a sus dominios, decidió concederle, para su uso personal, un automóvil y un amplio sector del bosque que incluía una casa.
El reino era muy pequeño, casi como una provincia de cualquier otro país, pero era desbordantemente rico y la fuente principal de sus enormes ingresos eran los turistas de desde todo el mundo llegaban. El principal atractivo de aquellas tierras eran precisamente los bosques que tan bien administraba Einsed. En otros tiempos era tal el descuido de los anteriores administradores que los visitantes habían dejado completamente de llegar. Los incendios forestales habían sido frecuentes, habían proliferado toda clase de alimañas y plagas, en aquellos días los animales de la región enfermaban y morían sin que nadie prestase atención, algunos árboles añejos se habían secado a causa de hongos que los habían contaminado. Muchas de estas desgracias se habrían evitado simplemente con una buena dedicación de quienes habían estado a cargo. Pero todo esto era cosa del pasado, en pocos años Einsed había logrado restaurar aquellos bosques y, además, tenía un excelente trato con el personal que estaba a su cargo. Todos estaban contentos con él y el que más lo estaba era el mismísimo Rey, que era consciente de que el desbordante bienestar económico del que estaban disfrutando era debido en gran parte a su diligente trabajo. En los últimos años aquel reino era, por lejos, el lugar más visitado de Europa.
Einsed se sentía muy agradecido con lo que el Rey le había concedido. Y no era para menos, el automóvil que había recibido era mucho más que lo que nadie habría podido pensar: un absolutamente increíble, extraordinario y completamente reluciente Ferrari, un Ferrari color rojo, característico color de aquella marca italiana, y la casa era una hermosa construcción de madera rodeada por árboles majestuosos.
El muchacho era en verdad un joven magnífico, amable, servicial, de buen humor y muy responsable en su trabajo. Hay que decir que tenía, no obstante, una particularidad muy llamativa, una excentricidad, si se quiere, de esa clase de cosas de las cuales que nadie está exento: a Einsed le encantaban los espejos de los camiones y, además, era simpatizante de un club de fútbol de un lejano país, el club tenía el curioso nombre de “Club Atlético Bosta Júniors”. Los espejos de los camiones le parecían una verdadera obra de la genialidad humana, le maravillaba el hecho de que la persona que debía conducir un vehículo tan enorme tuviera a su disposición un amplísimo panorama de lo que sucedía detrás… Por supuesto que sabía lo que era un espejo, todos los automóviles tenían uno, pero se trataba de un insignificante espejito retrovisor… eso no se podía comparar con  esas otras hermosas estructuras metálicas, generosas, extraordinarias…
Siempre pensó que esos espejos eran algo que para él estaba vedado, él jamás conduciría un camión, por lo tanto jamás tendría la posibilidad de disfrutar de algo así. Pero un día, haciendo las compras en la ciudad, vio en una vidriera algo que no había visto ni en sus mejores sueños… Era un enorme espejo con soportes y tornillos, metálico, oscuro y brillante a la vez, … Nunca había pensado que el preciado objeto podía ser comprado sin el camión, así que estaba tan contento que decidió comprar una buena cantidad.
Tiempo después, Rudolph, un buen amigo que hacía mucho no veía, lo fue a visitar. Charlaron, rieron y bebieron cerveza junto al fuego del hogar durante un largo rato. Habían hablado de todo un poco, se pusieron al tanto de las novedades en sus familias, se anoticiaron de lo que había sucedido con otros amigos en los últimos tiempos, y relataron lo que los vientos y las nevadas habían modificado en los bosques en esas últimas temporadas, pero había algo que Rudolph necesitaba decirle desde los primeros momentos en que se habían encontrado.
Einsed había ido a buscar a Rudolph aquella mañana a la estación de trenes. Luego de saludarse estridentemente, y de darse un abrazo que incluía fuertes golpes sobre sus espaldas, los amigos se dirigieron a la playa de estacionamiento donde Einsed había dejado el automóvil. Ciertamente, había lugar afuera donde dejar el vehículo sin pagar un peso, pero hacía bien Einsed en cuidar aquel fantástico medio de transporte que el rey le había concedido. Solo debían cruzar la calle. Entraron al espacioso salón iluminado por modernas luces led y también por la luz matinal que ingresaba por los amplios ventanales. Caminaron entre varios autos hasta llegar a donde estaba aquel magnífico ejemplar de la industria automotriz. Rudolph nunca había visto un Ferrari tan de cerca y le pareció no menos que una nave espacial, le daba la impresión de que era algo que podía volar entre las nubes y ascender hasta las estrellas. Pero en el mismo instante tuvo como un sobresalto, una sensación de fuerte incoherencia, pensaba que sus ojos le estaban jugando una mala pasada o que el cansancio del viaje le estaba cobrando su precio… Pero no, sus ojos no lo engañaban: atornillado en el guardabarros izquierdo, hiriendo la suave piel roja de aquella delicadísima nave, había, tan indiscutible como inesperado, un contundente espejo para camión… Y, como si algo faltase, el distinguido escudo con el caballo negro rampante, noble insignia de Ferrari, estaba tapado en parte con una calcomanía del escudo del “Bosta Juniors”.
Por supuesto, Rudolph no dijo una palabra al respecto, así que olvidó el asunto y durante el viaje por esas maravillosas rutas no hizo más que hablar con su amigo y contemplar el paisaje desde el plácido andar de aquel auto. Luego de un desvío ingresaron a un bosque de árboles enormes que dejaban pasar los matinales rayos de sol que salpicaban el piso con manchas bellas y cálidas. Einsed le explicó que luego de pasar por el puente que cruzaba el arroyo ya se encontrarían en el sitio que el Rey le había concedido. Estaban rodeados de árboles y era una sensación amable porque los árboles eran altos y no daban impresión de encierro sino de protección. Luego de cruzar el puente se divisaba a lo lejos la casa de Einsed. El lugar era digno de un cuento.
Bajaron del auto y caminaron unos metros por esa tierra firme casi sin césped pero tapizada de hojas secas y pequeñas ramitas finas o restos de corteza suave y delgada que despedían esos enormes árboles. Pocos pasos después estaban caminando sobre una plataforma de madera que hacía las veces de vereda a través de la cual accedían a la casa. Rudolph volvió a estar invadido por esa sensación de contrariedad al ver a su derecha otro espejo de camión igual al del auto atornillado a un árbol.  
Rudolph pensaba que un árbol podía soportar con resignación su propia muerte si eso significaba convertirse en una pared de una casa, o en una mesa que ofreciese a las personas la posibilidad de sentarse a su alrededor, pensaba que un árbol podía incluso soportar ser convertido en cenizas pero luego de haber dado fuego y calor para que una madre pudiese proteger del frío a sus niños o cocinar sus alimentos. Pero que un árbol magnífico estuviera allí para que le atornillasen un espejo de camión era algo indigno, algo vergonzoso, más aún delante de tantos árboles como él. Rudolph no pudo evitar pensar que el árbol podía sentirse agradecido de que el adhesivo del “Bosta Juniors” no estuviera pegado en su corteza.
Trató de que su sorpresa pasara desapercibida, pero algo debió de haberse notado porque Einsed le dijo, a manera de explicación, que había gente que visitaba el lugar y que eso era útil para que pudieran arreglarse antes de sacarse fotografías. En verdad era una explicación muy poco convincente pero Rudolph prefirió no objetarla, al menos en aquel momento.
Aunque después de un largo rato de estadía, de charlas y de cervezas pensó Rudolph que algo sobre ese asunto debía decirle a su amigo.
–¡Pero será posible que uno no pueda estar contento con algo para que venga un aguafiestas como tú para arruinarlo todo! –Protestaba Einsed luego de haber escuchado a Rudolph– ¡Quieres decirme qué tienen de malo los espejos de camión y los escudos del Bosta Juniors!
–No te enojes –trataba de calmarlo Rudolph–, claro que no tienen nada de malo ni los espejos ni los escudos… No se trata de eso. Realmente no es eso. ¿Quieres atornillar espejos de camión y pegar escuditos del Bosta Júniors en ese auto? Pues hazlo, eres libre. ¿Qué problema hay? Solo ten cuidado de que esa maravilla de la industria no salga dañada. Pero quiero que entiendas que no sería yo un buen amigo si no te dijera que hay cosas que son bellas en sí mismas… ¡Tienes un Ferrari, Einsed! Sé humilde y agradecido, y me consta que lo eres, claro que lo eres… Mira, puedes usar toda una gama de productos que harán que ese auto dé lo mejor de sí en rendimiento y belleza, pero se trata de una belleza sobria, amable, delicada… Compréndeme, Einsed, ese coche está diseñado no solo por ingenieros sino por artistas, yo entiendo que te gusten esos espejos de camión, pero definitivamente no puedes atornillárselos al Ferrari sin… no quiero decir “arruinarlo”, porque tal vez no te guste esa palabra, pero, al menos, convengamos que esos espejos no le aportan nada… la belleza de ese Ferrari es tal que no necesita que le agregues nada, lo único que necesita es cuidado, simple y delicado buen trato…
Los amigos siguieron charlando hasta bien entrada de la noche, mientras comían y bebían y cada tanto riendo también bastante estridentemente.
A pocos metros de la cabaña un árbol que dormía bastante incómodo soñaba con personas que llegaban mirando sus celulares, se detenían delante de él para arreglarse frente al espejo que tenía atornillado, se sacaban una selfie y se iban para siempre, mirando sus celulares sin enterarse jamás de cuán maravilloso era el lugar en el que habían estado... Se despertó de repente, era muy de noche ya, aún se oían conversaciones y risas desde la cabaña. Volvió a dormirse plácidamente soñando con un nuevo día y con la esperanza de verse libre de su molesto accesorio...

viernes, 15 de marzo de 2019

Por ti


Pienso que en cada visión o sentimiento de Verdad-Bondad-Belleza que un artista despierte en sus lectores/oyentes/etc. tal vez se eleve (igual que el humo del incienso) como una oración ante Dios, porque ese artista ha descorrido el velo de algún misterio de la creación para aquel que ha contemplado su obra (su subcreación), sea una canción, una historia...
Así que un buen artista tendría plegarias a su favor de aquellas almas a las que les ha hecho algún bien... y acaso juegue en eso su destino eterno...
Por supuesto, la contrapartida para aquellos que a través de sus obras hacen daño sería que no se elevaría por ellos una oración al Cielo sino más bien un lamento... Dios les tenga misericordia.
En el caso de los artistas sus obras quedan, y siguen haciendo bien o daño aún lejos de ellos. Pero todo el mundo es artista de su propia vida y deja a su alrededor una huella de bien o de mal…
A mí este tema de Sergio Denis, supongo que como a muchos de mi generación, me trae recuerdos de mi niñez, no tanto de mí sino más bien de seres queridos, jóvenes en aquellos tiempos, y la canción en sí es una muestra de la simpleza y bondad que tenían aquellos muchachos de barrio. Ojalá que cada vez que se escuche su música se eleve una oración por él.



sábado, 2 de marzo de 2019

Los aplausos


Cuenta Castellani en la “fábula del zorzalito” que el zorzalito empezó a cantar por primera vez y todo el bosque quedó en silencio, envuelto en su cantar, pero que nadie dijo nada, ni siquiera la calandria u otros pájaros que entendían de música… el único que habló fue un gorrión superficial: “Qué feo queda. Cuando hincha la garganta parece un sapo”. El zorzalito, avergonzado y convencido de que había hecho un papelón, se fue y no cantó más. Concluye Castellani diciendo: Los que entienden, que alaben a los que valen, no sea que vengan los que no valen y se hagan dueños del mundo.
Por otra parte, el Santo Cura de Ars contaba la siguiente anécdota: “Un santo dijo un día a uno de sus religiosos: 
-Ve al cementerio e injuria a los muertos.
El religioso obedeció, y al volver el santo le preguntó:
-¿Qué han contestado? 
-Nada. 
-Pues bien, vuelve y haz de ellos grandes elogios.
El religioso obedeció de nuevo.
-¿Qué han dicho esta vez? 
-Nada tampoco. 
-¡Ea!, replicó el santo, tanto si te injurian, como si te alaban, pórtate como los muertos.”
Es decir, uno no debe devolver el insulto ante una injuria ni creérselas (envanecerse, engreírse) ante un elogio. Pero ante una alabanza sincera hay un cierto sentido en el cual uno no debe ser indiferente.
Cuando uno elogia con sinceridad, con mesura, sin segundas intenciones, a otra persona por algo bueno que ha hecho o que ha dicho, está haciendo un acto de justicia, de caridad y de gratitud: el otro ha hecho lo que ha podido por hacer algo bien, le ha salido bien y ha hecho un bien a otra persona.
Si el tipo no es un necio “hará como los muertos”, y “no se la creerá”, pero tal vez el elogio sea bueno para él porque, como humano que es, también necesita –como el zorzalito– hacer pie en algo. Porque la Gracia no niega la naturaleza sino que la eleva, aunque, ciertamente, hay momentos en los que no hay dónde hacer pie y solo debe bastar la Gracia de Dios.
Ahora, cuando se recibe un elogio, cuando alguien nos felicita por algo que hemos hecho bien, incluso, cuando uno sabe cabalmente que ha hecho algo bien, y acaso por simple decoro y reparo social no anda felicitándose a los gritos, hay que hacer una operación que está perfectamente graficada en un gesto que por famoso no es menos elocuente, que por simple no es menos profundo y altamente significativo, y que por popular no deja de ser un símbolo de una verdad que atraviesa toda la historia, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos.
El deportista que ha hecho una gran jugada, que con sutileza y habilidad ha eludido defensores, ha esquivado golpes y que, sorprendiendo al arquero, ha puesto el balón contra la red, sabe que lo abrazarán sus compañeros, y que gritarán de alegría cientos de personas o cientos de miles de personas alrededor del mundo en el especial caso del que hablo. No es muy difícil para tal jugador percibir el embriagante aroma del incienso, más aún cuando una multitud de insensatos desde las tribunas hacen elocuentes gestos de alabanzas a una divinidad.
Él sabe perfectamente que los aplausos son para él, por su jugada, por su gol, pero también, por todas las horas de entrenamiento, por todas sus renuncias, por todas sus lágrimas vertidas. “¡La gloria es toda suya!” grita desaforadamente un locutor. Sin embargo el gesto parece indicar otra cosa.
Más allá de todo el entrenamiento y de toda la dedicación hay un evidente talento que ha sido dado y en lo cual no hay mérito propio, además, cada fibra de cada músculo, cada molécula de los huesos, cada comunicación entre las neuronas tienen una existencia que el portador lleva como un tesoro en vasijas de barro… es más: son barro, y ahí están, sostenidas en la existencia por un misterio que supera infinitamente al propio deportista que es saludado por una delirante multitud.
Y todos los elogios, todos los aplausos y también todas aquellas desubicadas alabanzas idolátricas son redirigidas –en el gesto de ese famoso jugador– hacia lo alto, que es hacia donde deben ir.
No disminuye la capacidad simbólica de tal gesto el hecho de que el jugador esté pensando en aquella abuela que lo llevaba a jugar al fútbol en su infancia.
La gratitud, el señalar a los demás que han sido parte y por último, y más importante de todos, la Señal de la Cruz, y apuntar hacia arriba, con los índices y con la mirada, es exactamente la actitud que uno debe tener en lo más profundo del alma ante un elogio.



jueves, 31 de enero de 2019

La Verdad, las discusiones, la Misericordia

(editado 04/02/19)

Dieciséis años teníamos, mi amigo había conseguido que le enviaran unos folletos de Jesús Misericordioso, gratis, de muy buena calidad, con el objetivo de difundirlo a través de una revista que hacíamos con los medios de los que podíamos disponer a esa edad… Algunos de esos folletos estaban sobre un banco de la iglesia y desaparecieron en un momento de distracción, recuerdo la perplejidad de mi amigo “yo no puedo entender que alguien para tener a Cristo… robe…”
Por supuesto, con arrogante solvencia se podría explicar el hecho… pero la perplejidad es también admisible.
Una perplejidad parecida puede invadirnos cada vez que vemos cómo gente que declara ser más amiga de la verdad que de cualquier mortal que ande todavía cándidamente viviendo destripa despiadadamente a quien no avale la más opinable de sus opiniones. Lo cual tiene su implacable –aunque aparente– lógica.
A estas alturas de la Historia, cuando todas las vanidades se han mostrado como tales, cuando todas las glorias del mundo han puesto en evidencia su vacuidad, no pocos asuntos han revelado cuán fútiles son. A quién pueden importarle los pomposos premios a las películas, a las canciones, a los libros…, a quién puede importarle a estas alturas esa industria del autobombo. Lo que seriamente tiene sentido para un verdadero artista es haber visto una porción de la Realidad, es haber tenido la Gracia de que algo le haya sido revelado, y haber plasmado luego eso en una obra artística es consecuencia del irrefrenable deseo de mostrar a otros lo que ha visto.
A estas alturas de la Historia, a quién puede importarle ganar una discusión, tener razón o haber dicho algo antes que otros, haber visto algo es Gracia y ante lo cual la gratitud es mucho más apropiada que la arrogancia.
Por supuesto, se podría argumentar que hay que poner la verdad en la cúspide de la pirámide, pero la cúspide sin la base se desmorona, despreciar la base es fanatismo, como explica Castellani, pero el punto es que cuando hablamos de la Verdad estamos hablando de toda la pirámide.
Quien ama la Verdad sabe que el Amor no es una pasión desordenada que nubla la razón, el Amor está ligado al conocimiento. Un hombre adulto ciertamente puede ver, de lejos, a un adolescente muchas veces como un ser ridículo, pero si no se apura en el juicio, lo verá de otra manera. Si se trata de su hijo, y es de suponer que lo ama verdaderamente, se morderá mil veces los labios antes de decirle que es un estúpido, aunque probablemente no necesite tal dominio de sí, porque por amor intentará ver cómo su hijo ve las cosas, qué circunstancias hacen que su hijo entienda así lo que ve, y no lo justificará sino que con paciencia de padre le tratará de aportar lo que el muchacho necesita para ver la Realidad. Por supuesto esto lleva más de quince minutos. Es algo en lo que va la vida. Se podría objetar que, en ciertas ocasiones, otro método es más rápido y que además puede servir para hacerlo reaccionar. Concedido pero con muchísimas reservas, porque es un argumento muy recurrido para justificar las propias faltas de paciencia. El reproche es, a su vez, algo reprochable si no es dicho con amor.
Es más rápido arrojarle a alguien en una discusión “¡Lo que pasa es que usted es un ignorante!” que tratar de mostrarle que en ese punto en particular su opinión es irrelevante porque carece de los elementos de juicio suficientes. No se trata de un cambio en la redacción, porque decírselo más complicadamente y con una sonrisa lo único que cambia es que el propio y vulgar enojo ha sido hundido en un frío y calculado cinismo, que no hace sino aumentar el insulto.
El punto está en hacer un amoroso esfuerzo en notar que hay muchas circunstancias que hacen que la otra persona, como el adolescente, no pueda ver la verdad que uno ve. El otro no tuvo la Gracia de ver lo que uno ha visto, y encima uno va y lo insulta.
Es inevitable que esto suceda todos los días en todos lados, ni hablar de las discusiones políticas y la denigración absoluta hacia los que piensan distinto. Pero la perplejidad sobreviene cuando los que hablan se dicen amantes de la verdad, y reparten, a la vez, y ni siquiera alegremente, juicios inapelables e implacables sobre muchísima pobre gente que difícilmente dispongan de circunstancias que le ayuden a ver la realidad.
La discusión es una obra de caridad, porque lo que se está intentando es que el otro vea la verdad que uno ve. La Verdad contiene la Misericordia. Parte de la realidad son las limitaciones humanas que la otra persona tiene, y aún en el caso de que en los dichos de la otra persona hubiese maldad, de cuya aceptación íntima no puede uno estar completamente seguro, con muchísimo mayor razón debe uno tratar de elevarse a las alturas de la Misericordia. Por supuesto, se está hablando aquí de la verdadera Misericordia, que es aquella que está en la Verdad, y no de la misericordia falsa, que consiste en decir que la verdad no importa.
Es cierto que, como se ha dicho, la caridad puede verse movida a mostrar una cara mala, como cuando aquello que se ama se encuentra en grave peligro y debe ser defendido. Pero digna de desconfianza es la excesiva liberalidad en la distribución –con  destinatarios personales o masivos– de frases hirientes o de insultos ya que tal actitud se parece menos a una santa ira que a un simple mal carácter o a una indisimulada arrogancia.
La contemplación de la Verdad es Gozo, es Alegría, es un ensanchamiento del alma en deseo desbordante de que los otros también vean y tengan ese Gozo y esa Alegría, en especial los seres queridos… por extensión la propia ciudad… por extensión la patria… por extensión el mundo entero…
Tal vez quienes no lo entienden así difícilmente puedan estar verdaderamente alegres y gozosos ni siquiera en un sueño, que podrían tener mientras duermen, en el cual el mundo se encuentre organizado según todas sus afirmaciones…