jueves, 26 de septiembre de 2019

Un mal espíritu

Está claro que aquellos que tienen la responsabilidad del gobierno de una institución no pueden controlar todo, ya que por más empeño y dedicación que pongan no pueden ver lo que sucede en los sitios más alejados de sus oficinas, por lo tanto, es entendible que, teniendo en mente el bien de la institución, sea para ellos muy difícil resistirse a cosechar los frutos de la delación.
Muy poco probable sería que quienes cuentan con criterios morales sólidos fueran a promover que sus subordinados hablen mal unos de otros. Sin embargo, tal vez no sea tan poco frecuente el hecho de permitir que un empleado de aspecto aparentemente dolido y preocupado por cosas que suceden se acerque a contar su particular punto de vista sobre ciertas formas de actuar de algunos de sus compañeros de trabajo.
Salvo en el caso de que quien informa sea un excelente actor, tal vez no sea demasiado difícil distinguir aquel que comunica algo movido por una genuina preocupación respecto de aquel que comunica algo con intención de quedar bien él o de dejar mal a alguien, o de aquel que presenta su queja por una simple debilidad de carácter que le impide enfrentar una situación.
Pero el punto es que si el que gobierna espera obtener un beneficio para la institución permitiendo tal costumbre francamente no sabe lo que está haciendo, porque lo que obtendrá —tal vez lenta, pero inexorablemente— será un ambiente infectado de una creciente suspicacia y de un gradual resentimiento.
La idea le parecerá efectiva, pues sabe que el discreto inciso “hay gente que se ha quejado” genera una sensación de estar observado a tiempo completo y de que los ojos y oídos de cualquiera pueden ser los ojos y oídos del jefe. Por lo tanto –entenderá–, todo el mundo cumplirá prolijamente sus tareas.
Pero el resultado será que cada uno de los subordinados empezará a cuidar mezquinamente su quintita, dejando en un segundo plano cualquier otro objetivo. El amor que un empleado pudo haber tenido por la institución habrá empezado a enfriarse desde el momento y en la medida en que lo han hecho sentir observado meramente como una pieza de una máquina.
Por supuesto, si el máximo lucro es el único objetivo de los que mandan, si el ascenso es el único objetivo de los empleados, sin importar qué cabezas hubiera que pisar… bueno, no hay mucho más para decir, a excepción de que habría que rezar por esa pobre gente.
Pero para los otros lugares, para aquellos donde haya otros objetivos –además, eventualmente, y por qué no, de lo económico–, es decir, para aquellos sitios donde lo humano no haya sido olvidado, y, con mayor razón, para aquellas instituciones cuyo fundamento sea que lo humano tienda a lo divino, sería bueno que se pusieran a pensar si los medios que están utilizando conducen a los fines que –se supone– están persiguiendo.
Dejando de lado, por supuesto, el caso de una actividad delictiva, que debe ser denunciada, investigada, sancionada, etc., hay que decir que abrir las puertas a la costumbre de la delación es abrirle las puertas a un mal espíritu que empezará a serpear como una sombra espesa en los pasillos y que invadirá hasta los últimos rincones de la institución.
En cambio, si en ese lugar se fomentara la sinceridad en el trato, la simpleza, la franqueza, en definitiva: la caridad… todas palabras demasiado devaluadas, demasiado gastadas pero en verdad poco comprendidas y mucho menos practicadas… si se dejara de lado, o si, por lo menos, se postergara el reproche, la acusación, hasta, al menos, preguntar por qué una persona obró de tal o cual manera… tal vez las sombras se disiparan un poco.
Tal vez si la enorme cantidad de energía que se gasta en enojos, quejas y acusaciones contra otros pobres mortales –ya sean compañeros de trabajo, o subordinados, o jefes– se destinara verdaderamente a tratar de crecer en la caridad.... tal vez sea un primer paso para  que un mal espíritu que se ha metido en un lugar de trabajo empiece a desvanecerse.

"Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio." (Ef. 6, 12)


miércoles, 11 de septiembre de 2019

Tener un árbol, plantar un libro y escribir un… no, ¿cómo era?


La fecundidad, lejos de ser considerada una bendición a agradecer, es, en estos tiempos, muy frecuentemente juzgada como una maldición de la cual hay que protegerse.
Pero, así como por muchos es rechazada, por otros es buscada. Y a veces es buscada por las mismas personas por las cuales por mucho tiempo fue rechazada.
Sea cual fuere el caso, entre quienes desean la fecundidad se da, a veces, una dolorosa situación de angustia.
Lo de “hijos buscados” o “no buscados” sería una distinción completamente superflua si los nuestros fueran tiempos menos enfermos. Un hijo era, en alguna otra época, una consecuencia natural del amor, el ejercicio de la sexualidad implicaba la posibilidad de ser padre o de ser madre. Al eliminar esa posibilidad, más de un ingenuo creyó que el amor saldría beneficiado... Pero he aquí que, al liberar de responsabilidad al propio goce, no es el amor quien se beneficia, sino el egoísmo, que es, precisamente, todo lo contrario.
Pero no importa cuán enferma esté una sociedad o una época, la naturaleza se impone. Hay un anhelo de felicidad en nosotros, y parte de esa felicidad es el deseo de ser fecundos. Y una, acaso objetable, ilustración de eso es aquello de “Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo”. La verdad es que no conviene que todo el mundo escriba un libro –sino solamente aquellos que tengan algo para decir–, y, aunque no estaría mal plantar un árbol, se podría pensar que es un asunto bastante espinoso considerar el “tener un hijo” como parte de lo que se necesita para completar la “realización personal”.
Cuando el deseo de tener un hijo viene a generar en la persona un ordenamiento de su vida, bienvenido sea; pero cuando se convierte en una exigencia de la autorrealización a satisfacer a cualquier precio, es decir, sin importar lo bien o mal que estuvieren los métodos a utilizar, deviene en una ansiedad tiránica, implacable, esclavizante…
Pero la fecundidad es otra cosa, tiene que ver con dejar algo, hay como una conciencia de estar de paso... y un deseo implícito de que ese paso no haya sido en vano, de que ese “haber estado” haya dejado una huella... 
Y eso se nota hasta en los que hacen daño, es como el lado oscuro de ese mismo deseo. Porque el mal, de por sí infecundo, no puede, ni en lo más mínimo, hacer nada que no sea la corrupción de algo bueno.
La fecundidad, la fertilidad, tiene que ver con el humus de la humildad, con saber qué somos, con saber quiénes somos, por lo tanto tiene que ver con la verdad, con la bondad… y la bondad es fecunda. El buen trato –ya sea la sonrisa sincera o la corrección seria y a la vez amable– deja una huella en el alma de quien lo recibe.
Y la bondad mueve, a la vez, a una forma de encarar el dolor, que es algo que inevitablemente forma parte de la vida... En vez de una estéril rebelión contra él, la aceptación del sufrimiento hace aún más fértil la tierra de la que estamos hechos. Así que, después de todo, tal vez no esté tan mal decir que el dolor es una… fertilizante porción de estiércol, aunque, ciertamente, sería una desgracia estéril pensar que es un sin sentido.
Están a la vista los frutos de la fecundidad de muchos, en sus hijos, en sus obras. Pero hay otra clase de frutos, que son los que crecen en el alma de uno mismo y de quienes nos rodean, y son aquellos que hacen que los padres lo sean verdaderamente, y que aquellos que no son padres puedan ser igualmente fecundos. Y no es una forma metafórica, sino profundamente real.