sábado, 27 de junio de 2015

Philippa Mothermum

Historia de Philippa, hijo suyo es quien habla en Frágil / Fragile
(en vídeo o texto normal, debajo)



Sucedió hace mucho tiempo, no había terminado aún la primera década del siglo XXI, cuando Philippa Mothermum era todavía una estudiante universitaria. 
Vivía en la Gran Ciudad lejos de su familia, en un pequeño departamento céntrico, la residencia universitaria en la que estuvo en los primeros años de la facultad había pasado a las delicias del olvido, irse de allí había sido un objetivo primordial desde el día que llegó y fue lo que la impulsó a conseguir un empleo.
Philippa era, ciertamente, una chica hermosa, pero había algo que lastimaba su aspecto, una suerte de tensión u hostilidad, una aspereza que, sin embargo, se suavizaba hasta la dulzura cuando no estaba pendiente de él, en esos momentos era portadora de una belleza encantadora.
Era una persona activa, una no afectada jovialidad de espíritu le permitía afrontar las exigencias de la facultad y del trabajo con naturalidad y verdadero entusiasmo.
Tenía una mirada vivaz y penetrante, aunque en sus ojos había una lejana sombra, algo que decía que no todo estaba bien. Aquél, que era un rasgo que se había acentuado en los últimos meses, sin embargo, parecía ser un detalle imperceptible para todo el mundo, aunque tal vez no para quien tuviera un corazón dispuesto a conmoverse y a sufrir por ella.
En aquellos días, alguna de las personas que acostumbraban pasear a la misma hora y en la misma plaza en que Philippa solía sentarse a leer, podría haber notado un ligero pero claramente perceptible cambio en ella. Sus gestos, su forma de vestir, su modo de hablar… era una persona más reflexiva, no había perdido ni una pizca de su jovialidad pero sí había perdido el afán de ser el centro de atención.
Estaba sentada en el habitual banco de la plaza con un libro en las manos, el bullicio de los chicos y el ruido de los motores de los autos era el acostumbrado y no representaban una especial distracción para la lectura, sin embargo no había avanzado más que unas pocas páginas esa tarde.
Sabía que esa temporada de exámenes no iba a ser la mejor, pero eso no ponía en absoluto en peligro su carrera, sentía que todo estaría bien en algún momento… De pronto las voces de los chicos se hicieron más presentes, el corazón le dio un salto, y se sintió sola.
Vino a su mente el recuerdo del miserable que la había abandonado hacía unos meses, y se sintió feliz por no extrañarlo, se había dado perfecta cuenta que no lo amaba, y que tampoco lo había hecho antes. Tenía la impresión de que habían pasado siglos…
Un chico de la calle interrumpió sus pensamientos, su frágil pregunta volvió otra vez real el bullicio de la plaza, ella le dio un caramelo y él siguió su camino. La ternura de ese chico desamparado le encogió el corazón y estuvo al borde de un casi inexplicable sollozo. Se sintió hondamente vulnerable.
Philippa estaba embarazada, y estaba sola.
Fue en la librería en que trabajaba donde sintió un deseo furioso de librarse de esa situación, como si alguien se lo hubiese sugerido poniendo ante sus ojos un trato siniestro, de aspecto ventajoso pero en verdad terrible a la vez, que jamás había pensado.







Cierta vez llegué a suponer que esa librería tenía algo misterioso. Fue allí precisamente donde el padre de un amigo ubicaba el escenario de una especie de visión que decía haber tenido. Por mi parte, a ese viejo miserable no lo hubiera imaginado nunca contando una historia, pero la amistad con su hijo me permitió admitir que hasta ese hombre era capaz de un gesto humano. Decía haberse visto por unos instantes a él mismo pero viviendo una vida distinta, rodeado del afecto de su esposa y de sus hijos. Lo cierto es que nunca prestó demasiada atención a su familia, es más, siempre pareció que eran para él un fastidio, una molestia que lo distraía de su único asunto importante que eran las finanzas de su empresa. Jamás había hecho referencia alguna sobre aquella especie de sueño despierto que decía haber tenido mientras compraba un libro, pero en los últimos meses de su vida lo contó varias veces, en ese tiempo le había dado un ataque de humanidad: se emocionaba fácilmente, preguntaba por sus nietos, a mí me resultó sorprendente que tuviera conocimiento de la existencia de sus nietos.
Después me di cuenta que la magia no estaba en la librería sino en el hombre mismo, en cualquier lugar que haya un ser humano hay cierto aire de misterio a su alrededor. Según reflexionaba Chesterton el hombre camina en un bosque rodeado de cientos de voces, la cuestión esencial es saber a cuál de ellas debe seguir, él decía que no conocía otro criterio para ello que el tratar de discernir cuál de ellas hablaba el lenguaje de la eternidad.


Y, aún en el centro de la ciudad, era un sombrío bosque en el que Philippa trataba de hallar un claro de luz. Caminó varias cuadras y entró a una iglesia. Aunque hacía tiempo que no rezaba, la incredulidad era un veneno que no había entrado en su alma. Difícilmente alguien la hubiera podido convencer con la idea de que un fenómeno físico pudiera ser capaz de sentir amor o de ser consciente de sí mismo. Sentía, sin embargo, esa perplejidad que con tanto dolor describía C. S. Lewis por la muerte de su esposa, ante la cual cualquier explicación meramente intelectual resulta una pedantería estúpida. Era una de esas situaciones en las que la única salida es un crecimiento interior, una elevación del alma, porque supone un arrojarse espiritualmente al vacío en el medio de la niebla con la plena convicción de que unos brazos paternales alejarán en su abrazo todo peligro.
 No sabía cuánto tiempo había estado en esa capilla, simplemente había sentido plena libertad para dejar caer sus lágrimas, y, si bien le parecía que no había rezado, resonaban en su alma unos versos, como si ella misma los hubiera cantado con una suave melodía mientras miraba el sagrario “…eres la luz clara, que ilumina la cuna en mí formada…”
Los sucesos de aquellos días me fueron revelados por ella misma cuando yo tenía unos diecisiete años, no sé si estaba preparado para escucharlos. En cada una de sus palabras sentía como si mi existencia podría desvanecerse. Recuerdo, con una claridad propia de una fotografía, el pocillo de café frente a mí y las vetas de la madera de esa parte de la mesa, mientras ella hablaba casi no me atrevía a levantar la vista, temía que una mirada pudiera perturbarla y decidiera callar.
Desde ese momento empecé a comprender por qué ella parecía poseer cierta inmunidad que le impedía caer en las estupideces de algunas discusiones domésticas que en una época manteníamos con frecuencia mis hermanos, mi padre (padre de ellos, en realidad, pero siempre lo llamé así) y yo, se notaba que estaba realmente en un plano superior al que vivíamos el resto de nosotros.
Sus ojos tienen hoy una mirada apacible, sin embargo, aún hay en ellos una fuerza y una frescura francamente admirables, ya no hay sombras de tristeza, pero sí vestigios de antiguas batallas en las que ciertamente no había sido derrotada.
Gabriel Philipp Emanuel Mothermum, Abril de 2032

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