martes, 17 de agosto de 2021

Agonía de la educación

 

Está claro que las personas más influyentes en educación, los que dicen hacia dónde hay que ir, los que marcan tendencia, son los pedagogos. En particular algunos de ellos que se mantienen en la cima, hasta que alguna nueva escuela los desbarranque y los confine a las delicias del olvido.

¿Y por qué son los más influyentes?

La respuesta parece obvia, porque son los que más saben.

¿Los que más saben qué?

Los que más saben cómo enseñar.

¿Los que más saben cómo enseñar qué?

Y ésa es una pregunta que permanece…

Los pedagogos podrían ser considerados, tal vez no tan erróneamente, como especialistas en la construcción de canales. Lo cual, en principio, parece una buena noticia, ya que es bueno que haya gente que sepa cómo llevar el agua del conocimiento, o, mejor, el agua de la sabiduría, de un lado a otro.

Pero, de alguna manera, da la impresión de que la pedagogía se ha olvidado del servicio que estaba prestando y ha devenido, ella misma, en protagonista.

Hay acueductos vistosos como una montaña rusa, pero por los que nadie parece haberse preguntado nunca si son útiles para llevar agua. Además, algunos de ellos, que tienen colores muy llamativos, se hallan edificados en pleno desierto, de manera que está claro que el agua, es allí, precisamente, la gran olvidada.

Como se ha dicho, la docencia es una obra de amor. Si el que sabe está enamorado de lo que sabe (es decir, ama la literatura, o la música, o la ciencia que fuere, que, por algo, ha estudiado…), tratará de contagiar su entusiasmo (“estar lleno de Dios”) por esa porción de la realidad que conoce, a aquellos que lo escuchan. Y sería deseable que aquellos que lo escuchan sean personas a las cuales ame, no necesariamente en un sentido afectivo, pero sí, al menos, en el sentido de querer genuinamente ofrecerles un bien.

Esta forma de ver la educación disuelve cualquier vestigio de las legendarias “viejas escuelas”, en las cuales presuntamente el maestro jamás habría admitido una equivocación. La fuente del entusiasmo del docente no es la consideración de su propia sabiduría, sino el gozo de la contemplación de la realidad; por lo cual, si un alumno esbozara una observación sobre algún punto en que él no había reparado, se alegrará sinceramente y por múltiples razones. La primera de ellas es que un nuevo fragmento de la realidad le ha sido develado, pero también porque, por un momento, ha sido alumno de su alumno, devenido, al menos por un instante, en maestro.

La sabiduría —como así también el goce intelectual y estético— procede de la serena contemplación de lo que las cosas son, de la contemplación de la Realidad. Serenidad ésta que no es, en absoluto, sinónimo de inactividad, y mucho menos de indiferencia. Si ahondamos las preguntas, veremos que detrás de cada minúscula, y aparentemente insignificante, porción de la realidad hay un misterio. Y la razón es que la realidad rebosa de la magia divina, pero solo puede llegarse a ella con la humildad de la contemplación.

Y ése es el punto central.

Hay quienes están muy interesados en que podamos asignar sentido a las cosas, en proyectar nuestras propias ideas, en hacer que las cosas sean lo que queremos que sean. Todo eso suena muy prometedor, porque, al parecer, estimularía la creatividad evitando aburrimientos y frustraciones.

No se trataría, entonces, de estudiar a los genios, sino que cada uno de nosotros puede ser uno de ellos. Solo hay que ser proactivos, tener la mente abierta y estar dispuestos a llevar a cabo nuestros sueños…

Pero en el fondo… en el fondo… hay en ello un dejo de similitud con una moneda falsa, o con aquellos premios que se instituyen al solo efecto de la obtención de un aplauso.

Me corrijo, no hay un “dejo de similitud”… Lo que hay es, redondamente, una estafa.

Nadie puede contar una buena historia, si su corazón jamás se ha conmovido con una buena historia.

Si hay un buen libro para leer… ¿qué es lo que hay que hacer? Pues, lo que hay que hacer es poner el c uerpo en la silla, o, mejor, en un buen sillón… los pies en un banco bajito y, señores, a disfrutar del libro… Eso es lo que hay que hacer. No se rompió nada, no hay que arreglar nada, no hay ningún problema por resolver… ¿Qué tengo que meter mano yo ahí? Si es un buen libro, es probable, es deseable, que me vuelva mejor persona luego de haberlo leído, pues seguramente me habrá mostrado algún fragmento de la realidad que hasta el momento desconocía.

Si hay una buena música para escuchar… ¿qué es lo que hay que hacer? Bueno, lo primero que no hay que hacer es ponerse a golpear las manos, ni a zapatear, ni a nada que se le parezca. Lo que hay que hacer es cerrar los ojos para gustar y ver lo que hay allí. Quien haga eso, cuando menos lo piense, va a darse cuenta de que allí hay un mundo, un mundo que desconocía. Se va a dar cuenta, por ejemplo, de que aquella masa de sonidos ha dejado de ser algo amorfo para convertirse en instrumentos que van contando una historia, cantando cada uno una melodía claramente distinguible que admirablemente confluyen en una misma obra. Aquí tampoco hay un problema para resolver. A los problemas ya los planteó y los resolvió el compositor, porque, como ha dicho alguien, “la música ya está hecha”… está ahí para ser contemplada…

Habrá almas sencillas que, habiendo recibido este alimento, tendrán la gratitud de haber recibido un don, pues sabrán que les ha sido dado el regalo de haber visto algo que jamás habían soñado ver.

Habrá otros que, además de esa gratitud, tendrán deseos de difundirlo, de comunicarlo a otras personas.

Y habrá otros también en los que bullirá en su interior una cantidad de ideas que han surgido a partir de lo han recibido. Gente que habiendo escuchado una determinada música, han visto en ella una historia que puede expresarse en una danza… La misma música a otros les ha hecho ver una historia que puede plasmarse en una expresión plástica, sea un dibujo, una escultura, una pintura… Hay quienes podrán contar una historia, una nueva historia, a partir de lo que han recibido…

Si han recibido un buen alimento intelectual, es probable que en el humus de sus mentes crezcan también buenas obras… Serán obras que tendrán su raíz en el ser de las cosas, serán obras, entonces, que formarán parte de la Creación… ¿Acaso no es un eco esto también de aquel “sed fecundos”? Por otra parte, conscientes de haber recibido un don y de haber hecho algo con lo que han recibido, sabrán también que no es algo de lo cual puedan ufanarse. Es el acto subcreador del obrar humano.

Por eso es importante la correcta selección de lo que se ha de dar. No cualquier alimento es bueno.

¿Y cómo saberlo? ¿Quién lo determina?

Hay obras que son hijas de la contemplación. El artista se detiene en algo que lo ha maravillado y que nadie más ve, entonces trata de decirlo de una manera que los demás también lo vean y se maravillen…

Hay otras obras que son una mera construcción, edificada, por ejemplo, para lograr admiración por su propio genio, o para obtener dinero, o para obtener popularidad, o para difundir ideas…

Nada obsta a que, en las primeras, el artista haya recibido dinero, obviamente. Eso no hace a la cuestión. Lo que sí define el tema es si la obra es capaz de sugerir, de ofrecer, un atisbo del misterio que hay en cada mínima porción de la Realidad. Y solo será capaz de eso si es hija de la contemplación.

Pero tal contemplación tiene hoy mala prensa, porque, claro, implica la aceptación de una verdad presente en las cosas. La tendencia de hoy es que al sentido lo ponemos nosotros, que a la realidad la construimos nosotros, y las cosas son lo que nosotros queramos que sean…

Hay que reconocer que esto suena lindo y es bastante tentador… Pero habría que recordar una situación similar en la que alguien nos dijo “seréis como dioses”, y al final salió mal el asunto ese…

No puede ser indiferente para mí el secreto que guardan las cosas…

No podemos desinteresarnos del sentido que las cosas tienen, no podemos alegremente marginar de la educación a la búsqueda de la Verdad. Y eso es lo que hacemos si hablamos de “construcción de sentido”, de “construcción de saberes”…

Al sentido se lo descubre, al saber se lo adquiere contemplando lo que las cosas son…

Hay quienes han ido a la facultad con la pía intención de aprender a enseñar, pero han sido conducidos hacia otros terrenos.

Como a veces pasa con algunos estudiantes de arte, que ingresan a algún lugar buscando la belleza y egresan enredados en vanguardias absolutamente impopulares, interesadas solo en ufanarse de su propia originalidad. Solo recordando qué habían ido a buscar, es lo que podría sacarlos del laberinto.

Lo mismo para el que fue a buscar algo relacionado con la enseñanza.

Tal vez lo que debería hacer es lo que con tanta insistencia se pide: salir de la zona de confort, romper con las estructuras y poner a prueba a aquellas renombradas corrientes pedagógicas que intentan resignificar todo lo que tocan.

La prueba consiste en preguntarse con sinceridad si tales corrientes tienen como principal razón de sus esfuerzos que los alumnos encuentren la Verdad.

La pregunta es simple. Y no hay que aceptar respuestas ambiguas ni frases macanudas como “lo que se trata es que entre todos hagamos un mundo mejor”.

Dejémonos de embromar. Si alguien está buscando sinceramente la verdad, todo lo demás se dará por añadidura.

Nuestra labor es ya suficientemente difícil y la situación actual es ya suficientemente complicada como para, encima, tener que estar lidiando con modas pedagógicas que vengan a sembrar aún más confusión.

Si la Verdad no es la razón de sus esfuerzos, “en vano trabajan los constructores”, pues se le está dando la espalda al único Maestro.

Vuelvo a invitar a quienes han estudiado algo relacionado con la enseñanza a que dirijan sus esfuerzos a lo que inicialmente habían ido a buscar, la maravillosa labor de enseñar a otros y de ayudar a los que enseñan.

Pues eso es lo que hace falta.

Y verán que es mucho más apasionante edificar sobre la roca firme de la Realidad que sobre las efímeras arenas de la moda.

Lo que se haga allí, tendrá un destino eterno, todo lo demás es perecedero…