Quien estuviese apenas atento podría comprobar que en ciertos ámbitos
educativos la palabra “alumno” está siendo constantemente evitada como si se
tratara de algo que, de pronto, se hubiera revelado como un calificativo que no
debe decirse.
Hay docentes que, espantados por la noticia, se han esforzado en abandonar
rápidamente su uso, y la han sustituido por “estudiante” que,
sin dudas, les resulta mucho más correcta.
Es que ha habido quienes se sintieron iluminados y creyeron rescatar de la
oscuridad el significado de esa palabra, que es silenciada ahora casi con
vergüenza, como símbolo de lo que eran capaces las mentes altivas y tenebrosas
de otras épocas.
Tal hallazgo encendió una luz en la mente de los docentes, pero fue solo
una luz de alarma… Una falsa alarma…
Si alumno significara “sin luz”, como se ha hecho creer, no debería
constituir escándalo alguno, después de todo… Pues aquel que quiere aprender
algo, es porque se halla en oscuridad en determinados asuntos... en los cuales
espera que alguien lo ilumine. ¿Cuál es el problema?
Sin embargo, “alumno” no significa “sin luz”, su significado tiene que ver
con “ser alimentado” (del latín alumnus, de alĕre "alimentar").
Sucede algo extraño. Hay docentes, que aun probablemente ya enterados de su
verdadero significado, siguen evitando su uso.
¿Por qué sucede eso?
Tal vez porque temiendo que hubiera quienes perciban la expresión como insultante, prefieren
dejarla a un lado.
Sin embargo, son las mismas personas las que se permiten utilizar la
palabra “iluminar” para simplemente decir que alguien explicará algo. Por
supuesto, si tal explicación se tratara de una revelación de alguna verdad
trascendente, se justificaría ampliamente su uso, pero decididamente será una
trivialización si lo que se está haciendo es dar detalles sobre el llenado de
una planilla de asistencia.
Es extraño también que la misma gente que evita la palabra “alumno”, pueda
decir con total naturalidad que "la encargada de la acogida será la señora
tanto". El uso de tal frase en Argentina tiene solo dos explicaciones, o
bien el que la dice, la dice haciendo una verdadera ostentación –deliberada o
no– de ingenuidad –simulada o no–, o bien el que la dice está decidido a hacer
un buen uso del idioma aunque la vulgaridad de la plebe se empecine en
interpretar otra cosa. Tal vez haya quien pueda tener en mente que con eso está haciendo,
de alguna manera, una tarea docente… en lo cual tampoco habría que descartar del todo que hubiera una verdadera ingenuidad.
Sin embargo, no hacen eso con la palabra alumno. Al parecer, prefieren sumarse a la
corriente seudoiluminada, tal vez para evitar ser mal vistos por el inasible
gremio de los ofendidos, cuyas molestias devienen en instantáneas y aplaudidas
tiranías.
Pero en el fondo hay algo mucho peor en el hecho aparentemente inocuo de no
señalar el verdadero significado de una palabra.
La palabra alumno hace referencia a alguien que es alimentado. Y el buen
alumno de hoy tiene que estar con los ojos bien abiertos para saber en qué
docente puede depositar su confianza, para saber de qué docente está recibiendo
buen alimento y de cuál no.
La palabra estudiante, en cambio, se refiere a la propia condición de quien
estudia. Un buen alumno necesariamente debe ser un buen estudiante. Esa palabra
lo sitúa en relación al conocimiento al cual se dispone, pero no respecto de la
persona que le enseña. El autodidacta, por ejemplo, es un estudiante que
tranquilamente puede no ser alumno de nadie, e indudablemente no lo es de nadie
en particular.
El docente que abandona la palabra alumno, de alguna manera se está
desligando también de aquel a quien enseña. Además, al asumir la falsa
significación como verdadera y, a la vez, al rechazar la palabra, se está
desligando, conscientemente o no, de la responsabilidad que significa poner luz
allí donde hay oscuridad.
El verdadero docente sabe que sus palabras son alimento para el alma de
quien lo escucha. Lo cual es, indudablemente, digno de “temor y temblor”. Pero
bueno, de eso se trata. Es algo a la vez simple y elevado, pues lo que debe
hacer no es otra cosa que reflejar la luz que ha recibido para hacer que los
demás vean lo que él ha visto.
Por supuesto, es inevitable a veces que el docente tenga en sus clases a
personas que no estén interesadas en lo que ofrece, personas cuyo único interés
sea la compleción de un trámite.
Pero no haría mal el docente en tener la delicadeza de considerar “alumno”
incluso al más indiferente de sus oyentes, pues mucho tiempo después, el
recuerdo de una palabra suya puede hacer que el más distante de los estudiantes
considere digno de recibir aquello que alguna vez le fue ofrecido,
transformándose así, secretamente, en “alumno”.
Tal conversión acaso permanezca ignorada por el docente, al menos mientras
aún esté caminando sobre esta tierra. Pero, sin dudas, no será un secreto para
Dios.
Como
debería estar claro, el título del artículo hace específica referencia a la
omisión de la palabra “alumno” (que, según la correcta etimología, tiene que
ver con la alimentación, y, según la falsa etimología, tendría que ver con la
luz), no a la concreta labor del docente.