martes, 7 de septiembre de 2021

Esta modernidad… (so bright, so dark…)

 

I

Hay quienes creen que estamos en el mejor momento de la historia, porque ven que la humanidad ha llegado al punto más alto del progreso, y, según ellos mismos, al punto más alto también de la inteligencia… Lo creen incluso aunque estén abrumados por muchas preocupaciones.

Lo creen por varias razones…

Algunas tienen que ver con la salud y el confort, claro está: hasta personas de muy bajos recursos tienen hoy comodidades con las que no soñaba ni siquiera un rey de otras épocas, tales como comunicarse a gran distancia, ver lo que sucede a miles de kilómetros o encender algún dispositivo para regular la temperatura ambiente…

Otras razones tienen que ver con el progreso en las legislaciones: en casi todo el mundo hay una enorme cantidad de leyes, y un gran número de ellas tiene que ver con los derechos de las personas. Por lo cual, es inevitable escuchar cada tanto a alguno que contrasta nuestros luminosos días con aquella terrible oscuridad medieval, época en que los reyes “hacían lo que querían”.

Es lamentable que sea necesario señalar que en la Edad Media no era siempre invierno, ni todos los días estaban nublados, y que quienes vivían en ese entonces no eran todos viejos y, encima, feos… pues así es como esa época se presenta a la imaginación de muchos.

No solo había días primaverales, sino que la atmósfera estaba, claramente, más limpia, como así también los bosques y los ríos…

Es cierto que uno podía, por ejemplo, ser convocado a una guerra, pero también es cierto que el mundo no se hallaba en una situación de guerra permanente como sí lo ha estado a partir del siglo XX.

Había largos períodos de paz donde podían pasar generaciones con un notable grado de tranquilidad… De hecho, uno podía pasar la vida sin enterarse mucho del rey, es decir, sin que el gobierno tuviese mucho que ver con uno. Difícilmente pueda imaginar tal independencia una persona del siglo XXI, en que no hay actividad, por personal que fuese, donde el estado no se inmiscuya de alguna manera.

Es cierto que en aquellos años, había días en los que había que trabajar de sol a sol… Pero en la actualidad mucha gente debe seguir trabajando hasta bastante tiempo después de la puesta del sol… pues ni siquiera puede esgrimir la excusa de que ha anochecido.

A Chesterton cierta vez le había llamado la atención la expresión que había en los rostros de unos trabajadores en una pintura antigua, después se dio cuenta de que aquella expresión mostraba que esos hombres estaban cantando, y reflexionaba luego acerca de la incompatibilidad de los trabajos modernos con una actividad tan humana como el hecho de cantar.

También es cierto que en la Edad Media era el rey quien tenía el poder, pero, aunque a muchos les cueste creer, aquellos reyes tenían temor de Dios, cada rey sabía que debía reverencia al Rey de reyes… En cambio, los poderosos de nuestro tiempo no tienen esos reparos, su único temor suele ser lo que diga la prensa; y si tuvieran alguna garantía de que la prensa no los molestará en determinados asuntos, difícilmente se abstendrían de algo por una actitud de nobleza, o por cuestiones morales…

Se podría seguir así indefinidamente… Pero nunca hay razones suficientes para aquellas personas que son amigas de argumentos del tipo “yo, sin ir más lejos…”.

Porque, obviamente, “yo, sin ir más lejos, prefiero un auto con aire acondicionado y no una carreta…”. “Mi hija la médica, en otra época no habría podido estudiar… Con eso le digo todo”. “Yo, en la Edad Media me habría muerto a los quince años, porque a los quince años a mí me tuvieron que operar, entonces…”. “A un clic de distancia encontrás un libro que en otra época…”.

Está claro, quién podría dudarlo… Nadie en su sano juicio rechazaría las ventajas que el progreso ofrece.

Sería imposible conjeturar adecuadamente cuáles y cómo habrían sido los frutos del conocimiento en un contexto distinto. Lo que sí podemos ver es que en el rumbo que el desarrollo ha tomado en los últimos siglos, prevalece el olvido de la trascendencia.

El progreso promete una felicidad aquí y casi ahora, su cumplimento está siempre ubicado en un futuro inminente que nunca llega.

Habría que recordar que la máquina nos fue vendida con la promesa de ahorrar desdichas, pero lo primero que sucedió fue que muchos quedaron sin trabajo. Los hombres cuya labor en los campos era regulada por los tiempos de la naturaleza, donde a veces incluso podían cantar, tiempo después debieron amoldarse al ritmo y al ruido de las máquinas en la industria…

Aquel “dominad la tierra”, mandato que podría escandalizar a muchos ecologistas, se trata, en realidad, del llamado a un señorío, una actitud de nobleza del ser humano sobre la tierra y los animales. Tal señorío puede verse, por ejemplo, en el cultivo y en la obtención de los frutos; de igual manera, en la domesticación de los animales, el “entendimiento” entre jinete y caballo es una muestra de ese noble señorío.

Pero la máquina con su multiplicación de fuerza y velocidad ha pervertido ese señorío, lo que se manifiesta especialmente en maltrato a la naturaleza; y, además, obviamente, no ha dado a la humanidad la felicidad que falsamente había prometido.

 Cuando a Tolkien le ofrecieron la posibilidad de grabar su propia voz, “recitó ante el micrófono el Padrenuestro en gótico para expulsar a los demonios que pudieran acechar en el interior del aparato”. No se trataba de una excentricidad, él sabía que la “máquina” era un atajo, un “anillo” que permitía obtener poder; un poder que empieza usándose sobre las cosas, pero que luego se extiende sobre las personas y que, finalmente, se revela como poseedor de la misma persona que pretende ejercerlo.

Pero después [Tolkien] (…) quedó tan impresionado con el objeto, que adquirió uno para su uso particular y se entretuvo en hacer nuevos registros de sus obras”.

Ese es el punto. Nadie puede ser tan necio como para negarse a los beneficios que prudentemente podría obtener de la modernidad. Pero nadie debería ser tan ingenuo como para permitir que la modernidad le compre su voto con unos dulces.

Si no nos damos cuenta de que en determinados asuntos, o en determinados ámbitos, estamos en terreno enemigo, es porque estamos desorientados.

Muchos parecen no alcanzar a darse cuenta de cuánto la modernidad a deshumanizado al hombre.

II

Hay quienes sinceramente creen que las legislaciones actuales muestran cuánto ha mejorado la sociedad. Habría que recordar aquello de “a buen entendedor, pocas palabras”. Cuantas más aclaraciones son necesarias, es porque los “entendedores” no son tan buenos, o porque son gente capaz de toda clase de subterfugios para malinterpretar las indicaciones.

Hay quienes creen sinceramente en ciertos logros de las leyes, sin reparar en que tales logros no han hecho más que destruir lo que siglos de cristianismo había restaurado en la humanidad.

Porque, ciertamente, la estabilidad familiar, por ejemplo, no es algo exclusivo de tiempos cristianos. Por los beneficios que tal estabilidad otorgaba, la nobleza romana se la exigía a sí misma pero no a la plebe, pues la plebe no importaba. Lo que hizo el cristianismo fue extender esa exigencia a todos, pues todos están llamados a la nobleza de ser hijos de Dios, y, por lo tanto, todos merecen esos beneficios y todos son considerados capaces de asumir tal exigencia.

Hay quienes creen que la modernidad es lo que ha dado a la mujer el lugar que le correspondía, pues ya no estamos en los tiempos en los que había sido relegada al hogar…

Los extremadamente rápidos cambios que se dan en nuestros días, nos han permitido ver cómo las mismas personas (hombres y mujeres) que hace unas décadas daban por aceptables actitudes completamente contrarias a la dignidad de las mujeres, hoy se muestran como adalides de su defensa. La misma gente que despreciaba la nobleza que el cristianismo exige en el trato hacia la mujer, hoy con aplomada actitud nos explica que en la cristiandad medieval las mujeres estaban confinadas al hogar.

Qué cosas, no…

En lo que no parece reparar esta gente es cuán insultantes resultan sus dichos para la inmensa cantidad de mujeres que vivían en aquellas lejanas épocas. Claro, ya no están ellas aquí para decirles lo que se merecen…

La mujer se ocupaba principalmente de la casa y de los hijos, y el hombre se ocupaba principalmente del trabajo, y en el caso de que hubiera guerra, eran los hombres los que debían defender la tierra donde estaba su hogar y, eventualmente, morir por ello. Tanto hombres como mujeres de esa época nos mirarían azorados si les cuestionáramos semejante obviedad.

Chesterton observaba que la discusión entre los intereses masculinos y femeninos podía representarse en aquel reproche: “tú y tus amigos podéis arreglar el mundo cuanto queráis, pero aquí a fin de mes debes traer lo suficiente para nuestra digna subsistencia”. Para ella lo más importante eran sus hijos y su hogar, y, en cambio, la atención del hombre estaba más bien centrada en asuntos laborales y políticos, que, obviamente, estaban fuera de su casa. Decía Chesterton que estaba claro qué intereses eran los que habían prevalecido.

Y cien años después, está más claro todavía.

De todas maneras, ninguna mujer del siglo XXI, por tradicional que fuese, dejaría de dedicarse al estudio si eso fuera su vocación, como tampoco dejaría pasar una buena oportunidad laboral si tal cosa conviniera a su particular circunstancia. Ninguna familia, por tradicional que fuese, estaría en desacuerdo con ello.

Porque la tradición no es añoranza del pasado. Y ningún tiempo de la historia ha sido perfecto. De manera que, como se ha dicho, la historia también habría ido cambiando si no se hubiera roto con la tradición.

Pero la modernidad ha roto con la tradición.

Lo que es lamentable es que haya personas que debiendo arrojar luz sobre estos asuntos, se crean en el caso de palmearle la espalda a la modernidad, acompañando su caminar y agradeciéndole las cosas buenas que nos ha dado…

El hombre de Dios no puede considerar apreciable aquello que es malo (cf. Salmo 14, 4).

Pero esta gente dirá que ellos están haciendo lo mismo que hizo San Pablo en el Areópago de Atenas, es decir, congraciarse con los otros señalándoles aquellos aciertos que hubieran tenido.

“Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: "Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: "Al Dios desconocido." Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar.” (Hechos 17, 22-23)

Otros les han contestado, no sin sorna, que a San Pablo, después de todo, no le había ido muy bien con esa táctica, pues en unos versículos más adelante se cuenta que perdió después a casi toda su audiencia.

Pero a San Pablo no le fue mal. Lo siguieron Dionisio y una mujer llamada Damaris, y también algunos otros. Su principal objetivo no era ganarse la estima de todos los que lo escuchaban. Se alejó de ellos porque habiéndoles dicho luego lo que había ido a anunciarles, ellos despreciaron lo que les decía. Él habría conservado su audiencia si no hubiera dicho todo lo que era necesario decirles.

No. Esta gente no está haciendo lo que hizo San Pablo, ellos en realidad están corrigiendo a San Pablo. Ellos en su lugar no habrían perdido los oyentes, probablemente se habrían quedado allí, acompañando indefinidamente a los atenienses sin hablarles jamás de la resurrección de los muertos.

Si esta gente entiende que está en un nuevo Areópago de Atenas, debe estar dispuesta, como San Pablo, a perder público e, incluso, a que se burlen de ellos.

Tal vez sea la forma de que, al menos, algunos vean.

Porque es posible que el precio de pretender uno quedar bien con todos, sea no ofrecer el Sumo Bien ni siquiera a algunos...

 “…unos se burlaban y otros decían: «Otro día te oiremos hablar sobre esto». Así fue cómo Pablo se alejó de ellos. Sin embargo, algunos lo siguieron y abrazaron la fe.” (Hechos 17, 32-34)

 


martes, 17 de agosto de 2021

Agonía de la educación

 

Está claro que las personas más influyentes en educación, los que dicen hacia dónde hay que ir, los que marcan tendencia, son los pedagogos. En particular algunos de ellos que se mantienen en la cima, hasta que alguna nueva escuela los desbarranque y los confine a las delicias del olvido.

¿Y por qué son los más influyentes?

La respuesta parece obvia, porque son los que más saben.

¿Los que más saben qué?

Los que más saben cómo enseñar.

¿Los que más saben cómo enseñar qué?

Y ésa es una pregunta que permanece…

Los pedagogos podrían ser considerados, tal vez no tan erróneamente, como especialistas en la construcción de canales. Lo cual, en principio, parece una buena noticia, ya que es bueno que haya gente que sepa cómo llevar el agua del conocimiento, o, mejor, el agua de la sabiduría, de un lado a otro.

Pero, de alguna manera, da la impresión de que la pedagogía se ha olvidado del servicio que estaba prestando y ha devenido, ella misma, en protagonista.

Hay acueductos vistosos como una montaña rusa, pero por los que nadie parece haberse preguntado nunca si son útiles para llevar agua. Además, algunos de ellos, que tienen colores muy llamativos, se hallan edificados en pleno desierto, de manera que está claro que el agua, es allí, precisamente, la gran olvidada.

Como se ha dicho, la docencia es una obra de amor. Si el que sabe está enamorado de lo que sabe (es decir, ama la literatura, o la música, o la ciencia que fuere, que, por algo, ha estudiado…), tratará de contagiar su entusiasmo (“estar lleno de Dios”) por esa porción de la realidad que conoce, a aquellos que lo escuchan. Y sería deseable que aquellos que lo escuchan sean personas a las cuales ame, no necesariamente en un sentido afectivo, pero sí, al menos, en el sentido de querer genuinamente ofrecerles un bien.

Esta forma de ver la educación disuelve cualquier vestigio de las legendarias “viejas escuelas”, en las cuales presuntamente el maestro jamás habría admitido una equivocación. La fuente del entusiasmo del docente no es la consideración de su propia sabiduría, sino el gozo de la contemplación de la realidad; por lo cual, si un alumno esbozara una observación sobre algún punto en que él no había reparado, se alegrará sinceramente y por múltiples razones. La primera de ellas es que un nuevo fragmento de la realidad le ha sido develado, pero también porque, por un momento, ha sido alumno de su alumno, devenido, al menos por un instante, en maestro.

La sabiduría —como así también el goce intelectual y estético— procede de la serena contemplación de lo que las cosas son, de la contemplación de la Realidad. Serenidad ésta que no es, en absoluto, sinónimo de inactividad, y mucho menos de indiferencia. Si ahondamos las preguntas, veremos que detrás de cada minúscula, y aparentemente insignificante, porción de la realidad hay un misterio. Y la razón es que la realidad rebosa de la magia divina, pero solo puede llegarse a ella con la humildad de la contemplación.

Y ése es el punto central.

Hay quienes están muy interesados en que podamos asignar sentido a las cosas, en proyectar nuestras propias ideas, en hacer que las cosas sean lo que queremos que sean. Todo eso suena muy prometedor, porque, al parecer, estimularía la creatividad evitando aburrimientos y frustraciones.

No se trataría, entonces, de estudiar a los genios, sino que cada uno de nosotros puede ser uno de ellos. Solo hay que ser proactivos, tener la mente abierta y estar dispuestos a llevar a cabo nuestros sueños…

Pero en el fondo… en el fondo… hay en ello un dejo de similitud con una moneda falsa, o con aquellos premios que se instituyen al solo efecto de la obtención de un aplauso.

Me corrijo, no hay un “dejo de similitud”… Lo que hay es, redondamente, una estafa.

Nadie puede contar una buena historia, si su corazón jamás se ha conmovido con una buena historia.

Si hay un buen libro para leer… ¿qué es lo que hay que hacer? Pues, lo que hay que hacer es poner el c uerpo en la silla, o, mejor, en un buen sillón… los pies en un banco bajito y, señores, a disfrutar del libro… Eso es lo que hay que hacer. No se rompió nada, no hay que arreglar nada, no hay ningún problema por resolver… ¿Qué tengo que meter mano yo ahí? Si es un buen libro, es probable, es deseable, que me vuelva mejor persona luego de haberlo leído, pues seguramente me habrá mostrado algún fragmento de la realidad que hasta el momento desconocía.

Si hay una buena música para escuchar… ¿qué es lo que hay que hacer? Bueno, lo primero que no hay que hacer es ponerse a golpear las manos, ni a zapatear, ni a nada que se le parezca. Lo que hay que hacer es cerrar los ojos para gustar y ver lo que hay allí. Quien haga eso, cuando menos lo piense, va a darse cuenta de que allí hay un mundo, un mundo que desconocía. Se va a dar cuenta, por ejemplo, de que aquella masa de sonidos ha dejado de ser algo amorfo para convertirse en instrumentos que van contando una historia, cantando cada uno una melodía claramente distinguible que admirablemente confluyen en una misma obra. Aquí tampoco hay un problema para resolver. A los problemas ya los planteó y los resolvió el compositor, porque, como ha dicho alguien, “la música ya está hecha”… está ahí para ser contemplada…

Habrá almas sencillas que, habiendo recibido este alimento, tendrán la gratitud de haber recibido un don, pues sabrán que les ha sido dado el regalo de haber visto algo que jamás habían soñado ver.

Habrá otros que, además de esa gratitud, tendrán deseos de difundirlo, de comunicarlo a otras personas.

Y habrá otros también en los que bullirá en su interior una cantidad de ideas que han surgido a partir de lo han recibido. Gente que habiendo escuchado una determinada música, han visto en ella una historia que puede expresarse en una danza… La misma música a otros les ha hecho ver una historia que puede plasmarse en una expresión plástica, sea un dibujo, una escultura, una pintura… Hay quienes podrán contar una historia, una nueva historia, a partir de lo que han recibido…

Si han recibido un buen alimento intelectual, es probable que en el humus de sus mentes crezcan también buenas obras… Serán obras que tendrán su raíz en el ser de las cosas, serán obras, entonces, que formarán parte de la Creación… ¿Acaso no es un eco esto también de aquel “sed fecundos”? Por otra parte, conscientes de haber recibido un don y de haber hecho algo con lo que han recibido, sabrán también que no es algo de lo cual puedan ufanarse. Es el acto subcreador del obrar humano.

Por eso es importante la correcta selección de lo que se ha de dar. No cualquier alimento es bueno.

¿Y cómo saberlo? ¿Quién lo determina?

Hay obras que son hijas de la contemplación. El artista se detiene en algo que lo ha maravillado y que nadie más ve, entonces trata de decirlo de una manera que los demás también lo vean y se maravillen…

Hay otras obras que son una mera construcción, edificada, por ejemplo, para lograr admiración por su propio genio, o para obtener dinero, o para obtener popularidad, o para difundir ideas…

Nada obsta a que, en las primeras, el artista haya recibido dinero, obviamente. Eso no hace a la cuestión. Lo que sí define el tema es si la obra es capaz de sugerir, de ofrecer, un atisbo del misterio que hay en cada mínima porción de la Realidad. Y solo será capaz de eso si es hija de la contemplación.

Pero tal contemplación tiene hoy mala prensa, porque, claro, implica la aceptación de una verdad presente en las cosas. La tendencia de hoy es que al sentido lo ponemos nosotros, que a la realidad la construimos nosotros, y las cosas son lo que nosotros queramos que sean…

Hay que reconocer que esto suena lindo y es bastante tentador… Pero habría que recordar una situación similar en la que alguien nos dijo “seréis como dioses”, y al final salió mal el asunto ese…

No puede ser indiferente para mí el secreto que guardan las cosas…

No podemos desinteresarnos del sentido que las cosas tienen, no podemos alegremente marginar de la educación a la búsqueda de la Verdad. Y eso es lo que hacemos si hablamos de “construcción de sentido”, de “construcción de saberes”…

Al sentido se lo descubre, al saber se lo adquiere contemplando lo que las cosas son…

Hay quienes han ido a la facultad con la pía intención de aprender a enseñar, pero han sido conducidos hacia otros terrenos.

Como a veces pasa con algunos estudiantes de arte, que ingresan a algún lugar buscando la belleza y egresan enredados en vanguardias absolutamente impopulares, interesadas solo en ufanarse de su propia originalidad. Solo recordando qué habían ido a buscar, es lo que podría sacarlos del laberinto.

Lo mismo para el que fue a buscar algo relacionado con la enseñanza.

Tal vez lo que debería hacer es lo que con tanta insistencia se pide: salir de la zona de confort, romper con las estructuras y poner a prueba a aquellas renombradas corrientes pedagógicas que intentan resignificar todo lo que tocan.

La prueba consiste en preguntarse con sinceridad si tales corrientes tienen como principal razón de sus esfuerzos que los alumnos encuentren la Verdad.

La pregunta es simple. Y no hay que aceptar respuestas ambiguas ni frases macanudas como “lo que se trata es que entre todos hagamos un mundo mejor”.

Dejémonos de embromar. Si alguien está buscando sinceramente la verdad, todo lo demás se dará por añadidura.

Nuestra labor es ya suficientemente difícil y la situación actual es ya suficientemente complicada como para, encima, tener que estar lidiando con modas pedagógicas que vengan a sembrar aún más confusión.

Si la Verdad no es la razón de sus esfuerzos, “en vano trabajan los constructores”, pues se le está dando la espalda al único Maestro.

Vuelvo a invitar a quienes han estudiado algo relacionado con la enseñanza a que dirijan sus esfuerzos a lo que inicialmente habían ido a buscar, la maravillosa labor de enseñar a otros y de ayudar a los que enseñan.

Pues eso es lo que hace falta.

Y verán que es mucho más apasionante edificar sobre la roca firme de la Realidad que sobre las efímeras arenas de la moda.

Lo que se haga allí, tendrá un destino eterno, todo lo demás es perecedero…

 

miércoles, 10 de marzo de 2021

Nobleza en el juego


Suele suceder… Cuando se gana, el sol brilla en todo su esplendor y hasta los errores cometidos parecen de escasa importancia… Cuando se pierde, todo tiene una tonalidad sombría.

Sin embargo… Si en la derrota se ha jugado mal, hemos de asumir que es un resultado justo; y si se ha jugado bien, nada hemos de reprocharnos.

De los errores siempre tenemos la posibilidad de aprender, para tratar de no volver a cometerlos.

De lo que no puede ser corregido hemos de obtener la sabiduría de la humildad, pues cada uno de nosotros carga con sus propios límites...

Es bueno que el rival también quiera ganar, es bueno que se alegre si ha ganado.

Digno de piedad será el rival que en su triunfo tenga la bajeza de burlarse.

Dignas de piedad serán también aquellas personas involucradas en el juego cuyas injusticias fueran cometidas por torpezas o por simple errar humano.

Dignos de mayor piedad serán aquellos cuyas injusticias pudiesen haber sido cometidas por motivos oscuros. Claro que si tal cosa se revelase, dignos serán también de que esperemos sobre ellos justas sanciones… Pero es este un terreno pantanoso y sombrío, más bien ajeno al juego y del que poco puede esperarse. Son aquéllas, después de todo, personas distantes, cuyos propósitos solo de lejos pueden confundirse con los nuestros, pues de cerca no son sino algo vergonzante.

Una serena alegría debe haber en el corazón, tanto en la algarabía de la victoria como en el sosiego de la derrota.

No es el juego un asunto que carezca de importancia. Quien sepa entenderlo no ha de salir de él sin haber obtenido algo, pues no poco la vida se le parece.

Quien con nobleza en él participe, un elocuente signo será… un testimonio ofrecido en estos tiempos de bajezas y mezquindades… una luz entre tanta oscuridad…


Imágenes obtenidas de
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lunes, 8 de febrero de 2021

Leonardo Castellani… ¿Qué han logrado sus libros?

Uno podría preguntarse esto sobre algunos autores y sobre Leonardo Castellani en particular: ¿Para qué han servido? ¿Qué han logrado sus escritos?

La Iglesia y la sociedad, o mejor, quienes tienen responsabilidades en ellas: ¿acaso han cambiado su curso, han corregido sus errores a partir de sus libros?

Además, aunque siempre haya amigos que estén leyendo algo de Castellani, hay mucha gente, muchísima, que no tiene idea de su existencia… sus escritos no han logrado una difusión masiva ni siquiera dentro de la gente que va, o que iba, a misa…

¿Entonces?

Si pensamos en cualquier clásico de la música o de la literatura, comprobaríamos que en los años cincuenta, por ejemplo, tenía una difusión muy pequeña en comparación con lo que se leía o escuchaba en aquellos años. Pero gran parte de lo que se escuchaba mayoritariamente en esos años hoy ya ha pasado a la historia, y aquel clásico sigue vigente en las nuevas generaciones. Es cierto que ese clásico tiene, también hoy, una difusión muy pequeña en comparación con lo que actualmente se lee o escucha mayoritariamente.

El entusiasmo con que han leído y leen a Castellani personas que hoy tienen más de setenta años es el mismo entusiasmo con que lo leen hoy gente de veinte años.

Su vigencia es mucho más asombrosa que la escasez de su difusión, pues su difusión siempre ha sido hecha por iniciativas privadas, esfuerzos de personas que quieren que otros vean lo que ellos han visto.

Y esto sin aval oficial. Es más, con un significativo silencio oficial.

Castellani ha sido maltratado por la visible Iglesia “preconciliar” e ignorado a sabiendas por la visible Iglesia “posconciliar”. Sucede que el cura dio cuenta de algo esencial que es escamoteado por muchos autores y que es evidente en los Evangelios: Cristo luchó contra los Fariseos. Y como el fariseísmo es un espíritu sinuoso que no distingue ni pres ni pos, pero que sí distingue a su enemigo, Castellani habría de pagar su precio.

Y lo sigue pagando.

Por otra parte, también entre aquellos que loablemente han puesto su empeño en que la sociedad refleje las enseñanzas de Cristo hay quienes (algunos, está claro) no han mirado con del todo buenos ojos a Castellani. Porque en lo que veían o escuchaban del cura, había algo que preferían no escuchar… o algo que preferían que no se dijera.

En una guerra puede ser muy peligroso no querer escuchar a aquel que ve más lejos y más claro. Ese cerrar los ojos es un autoengaño que no sirve más que para postergar el desánimo.

Y en eso esté tal vez la respuesta a las primeras preguntas.

Porque ama la Verdad, Castellani da testimonio de la verdad que ve, de manera que la realidad pueda ver vista también por aquellos que a él lo lean o escuchen.

Ninguna acción puede ser emprendida sin saber lo que sucede, sin saber en qué lugar nos encontramos, en qué momento estamos, a quiénes nos enfrentamos, junto a quiénes estamos…

Pero este conocimiento no es un mero elemento de una estrategia de acción que hemos de llevar a cabo con éxito. Este conocimiento, esta contemplación del fragmento de realidad que nos es dado ver, está al servicio de una “acción” mucho más aparentemente elemental, pero que es más grande que cualquiera de nuestros proyectos, por meritorios y portentosos que estos sean, la cual no es otra que el mayor de los combates que tenemos en nuestra vida.

Porque quien no ve, quien no entiende lo que sucede, corre el serio riesgo de pensar que lo que alguna vez creyó no era más que una ingenuidad y de que la señal de la Cruz se convierta en un mero y amable recuerdo de familia, vestigios de épocas más cándidas.

Por supuesto, el buen combate puede ser llevado a cabo sin leer a Castellani, claro está, pero no puede ser llevado a cabo sin interesarse por la Verdad.

Y para saciar el hambre de Verdad acaso Castellani pueda ser de alguna utilidad.

Video: (en algunos smartphones deberá elegirse la opción "Ver versión web") La Parusía y el Fin de los Tiempos I (El conocer profético), a los 6:45 comienza aproximadamente el tema luego de comentar un suceso de aquellos días.



lunes, 25 de enero de 2021

El manjar no dado y la luz no ofrecida

Quien estuviese apenas atento podría comprobar que en ciertos ámbitos educativos la palabra “alumno” está siendo constantemente evitada como si se tratara de algo que, de pronto, se hubiera revelado como un calificativo que no debe decirse.

Hay docentes que, espantados por la noticia, se han esforzado en abandonar rápidamente su uso, y la han sustituido por “estudiante” que, sin dudas, les resulta mucho más correcta.

Es que ha habido quienes se sintieron iluminados y creyeron rescatar de la oscuridad el significado de esa palabra, que es silenciada ahora casi con vergüenza, como símbolo de lo que eran capaces las mentes altivas y tenebrosas de otras épocas. 

Tal hallazgo encendió una luz en la mente de los docentes, pero fue solo una luz de alarma… Una falsa alarma…

Si alumno significara “sin luz”, como se ha hecho creer, no debería constituir escándalo alguno, después de todo… Pues aquel que quiere aprender algo, es porque se halla en oscuridad en determinados asuntos... en los cuales espera que alguien lo ilumine. ¿Cuál es el problema?

Sin embargo, “alumno” no significa “sin luz”, su significado tiene que ver con “ser alimentado” (del latín alumnus, de alĕre "alimentar"). 

Sucede algo extraño. Hay docentes, que aun probablemente ya enterados de su verdadero significado, siguen evitando su uso. 

¿Por qué sucede eso?

Tal vez porque temiendo que hubiera quienes perciban la expresión como insultante, prefieren dejarla a un lado.

Sin embargo, son las mismas personas las que se permiten utilizar la palabra “iluminar” para simplemente decir que alguien explicará algo. Por supuesto, si tal explicación se tratara de una revelación de alguna verdad trascendente, se justificaría ampliamente su uso, pero decididamente será una trivialización si lo que se está haciendo es dar detalles sobre el llenado de una planilla de asistencia.

Es extraño también que la misma gente que evita la palabra “alumno”, pueda decir con total naturalidad que "la encargada de la acogida será la señora tanto". El uso de tal frase en Argentina tiene solo dos explicaciones, o bien el que la dice, la dice haciendo una verdadera ostentación –deliberada o no– de ingenuidad –simulada o no–, o bien el que la dice está decidido a hacer un buen uso del idioma aunque la vulgaridad de la plebe se empecine en interpretar otra cosa. Tal vez haya quien pueda tener en mente que con eso está haciendo, de alguna manera, una tarea docente… en lo cual tampoco habría que descartar del todo que hubiera una verdadera ingenuidad.

Sin embargo, no hacen eso con la palabra alumno. Al parecer, prefieren sumarse a la corriente seudoiluminada, tal vez para evitar ser mal vistos por el inasible gremio de los ofendidos, cuyas molestias devienen en instantáneas y aplaudidas tiranías.

Pero en el fondo hay algo mucho peor en el hecho aparentemente inocuo de no señalar el verdadero significado de una palabra.

La palabra alumno hace referencia a alguien que es alimentado. Y el buen alumno de hoy tiene que estar con los ojos bien abiertos para saber en qué docente puede depositar su confianza, para saber de qué docente está recibiendo buen alimento y de cuál no.

La palabra estudiante, en cambio, se refiere a la propia condición de quien estudia. Un buen alumno necesariamente debe ser un buen estudiante. Esa palabra lo sitúa en relación al conocimiento al cual se dispone, pero no respecto de la persona que le enseña. El autodidacta, por ejemplo, es un estudiante que tranquilamente puede no ser alumno de nadie, e indudablemente no lo es de nadie en particular.

El docente que abandona la palabra alumno, de alguna manera se está desligando también de aquel a quien enseña. Además, al asumir la falsa significación como verdadera y, a la vez, al rechazar la palabra, se está desligando, conscientemente o no, de la responsabilidad que significa poner luz allí donde hay oscuridad.

El verdadero docente sabe que sus palabras son alimento para el alma de quien lo escucha. Lo cual es, indudablemente, digno de “temor y temblor”. Pero bueno, de eso se trata. Es algo a la vez simple y elevado, pues lo que debe hacer no es otra cosa que reflejar la luz que ha recibido para hacer que los demás vean lo que él ha visto.

Por supuesto, es inevitable a veces que el docente tenga en sus clases a personas que no estén interesadas en lo que ofrece, personas cuyo único interés sea la compleción de un trámite.

Pero no haría mal el docente en tener la delicadeza de considerar “alumno” incluso al más indiferente de sus oyentes, pues mucho tiempo después, el recuerdo de una palabra suya puede hacer que el más distante de los estudiantes considere digno de recibir aquello que alguna vez le fue ofrecido, transformándose así, secretamente, en “alumno”.

Tal conversión acaso permanezca ignorada por el docente, al menos mientras aún esté caminando sobre esta tierra. Pero, sin dudas, no será un secreto para Dios.

Como debería estar claro, el título del artículo hace específica referencia a la omisión de la palabra “alumno” (que, según la correcta etimología, tiene que ver con la alimentación, y, según la falsa etimología, tendría que ver con la luz), no a la concreta labor del docente.