El mundo había vivido de una
manera similar durante muchos siglos. La revolución industrial hizo que
cambiaran aceleradamente costumbres que podían ser milenarias. Pero esa
aceleración no es más que un paso de tortuga en comparación con los cambios,
todavía en curso, producidos en la era digital.
Vivimos en un mundo de ciencia
ficción hecha realidad, y que ya no nos sorprende, o que la sorpresa dura lo
que un suspiro al viento, por un lado porque “nuestra vecindad con tan
fantásticas realidades nos exime del estupor, así como los habitantes de Iguazú
no caen desmayados cada vez que ven las cataratas” (Dolina, “Refutación del
periodismo”), y por otro porque se cree que la ciencia y la tecnología pueden
lograr cualquier cosa, entendiendo que es solo cuestión de tiempo.
No hay, sin embargo, una
felicidad acorde a lo que cierto optimismo pregonaba, los seres humanos siguen
teniendo las mismas alegrías y las mismas tristezas de siempre, incluso hay
problemas nuevos como una especie de sinsabor semejante al de un niño sobrado
de todo y que todo lo aburre.
La industria del entretenimiento
es tan ancha como el mundo y comprende las más variadas formas de atraer
espectadores. Su presencia y su enorme poder es un hecho extrañísimo e inédito
en la historia de la humanidad. Su funcionamiento tiene leyes tan
incuestionables como la ley de la gravedad y hace que sea, por ejemplo,
perfectamente lógico la obtención de enormes sumas de dinero por parte -en
algunos casos- de personas que en otras épocas no hubiesen sido más que el
tonto del barrio.
Pero el tonto del barrio,
devenido a formador de opinión -porque su ejemplo hace escuela-, no es más que
una pequeñísima pieza de una industria gigantesca que moldea nuestra forma de
ver las cosas, nuestros gustos, da los temas de nuestras conversaciones,
hablamos de lo que hemos visto en los medios, pensamos sobre la base de lo que
hemos visto en los medios…
El sentido común, del que podría
decirse que es lo que hace que hasta la más simple de las personas se dé cuenta
de cómo debe obrar ante determinada circunstancia, es algo que ha sido
sustituido por la opinión pública. Porque hasta el más simple de los humanos
mira TV, escucha las noticias, está atento a lo que se está diciendo… y casi
sin darse cuenta va ajustando su pensamiento a ese artificial sentir común.
Mientras los ojos están siempre
deseosos de ver y los oídos de oír, la inteligencia busca la verdad, busca la
realidad, constantemente, eso está en la naturaleza humana, pero sucede que hoy,
una enorme porción de lo que entendemos por realidad la vemos a través de
pantallas, lo que quiere decir que, en gran medida, puede ser una realidad
distinta a la real. El ser humano está hecho para la contemplación y los medios
se han puesto entre nosotros y la realidad que debemos contemplar.
Quien mira pausadamente un
paisaje está contemplando, quien mira a los ojos del ser amado está
contemplando, las personas que pasan una hora en la iglesia arrodilladas frente
al sagrario están contemplando, están contemplando a Aquél que Es, con las
fuerzas de la inteligencia y con los ojos del alma, ya que los ojos del cuerpo
solo ven una lucecita roja que indica la presencia de Aquél que es la Realidad
misma…
“¡Qué extraño pensamiento!” se
dijo alguien que había bajado las escaleras en la mitad de la noche para beber
agua: emergiendo de la penumbra lo sorprendió el pensamiento de que led rojo
del TV era como la luz de un sagrario… pensamiento que, sin embargo, no dejaba
de estar rodeado de las brumas de la somnolencia… “¡Qué ocurrencia más ridícula!”,
se dijo al instante… Pero luego, y esto bastó para despertarlo, un escalofrío corrió
por su espalda cuando advirtió no era un paralelismo forzado… que lo que estaba
allí, en “stand by”, en “modo espera”, era un ser que se postulaba como
realidad, y, como tal, pretendía que nuestras mentes se adecuaran a ella.
En estos últimos años podemos ver
en las plazas, y en cualquier lado, cómo, mientras la luz clarísima de la
Realidad llega desde el cielo como una lluvia generosa, una gran cantidad de
gente está obnubilada con una luz insignificante emergida de una inminente
chatarra que tienen en sus manos, que los obliga a mirar hacia abajo y que los
mantiene atados a un pequeño mundo virtual.
Es inevitable, a estas alturas,
el tener que transitar por las calles del mundo virtual, sería un anacronismo que,
por ejemplo, un empleado bancario llegase a trabajar montado en su alazán, por
más amante de la naturaleza que fuese, pero tal vez convenga, mientras caminamos
por sus veredas artificiales, recordar que la luz verdadera sólo puede ser percibida
si elevamos nuestra mirada hacia el
cielo.
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