Dieciséis años teníamos, mi amigo había conseguido que le
enviaran unos folletos de Jesús Misericordioso, gratis, de muy buena calidad,
con el objetivo de difundirlo a través de una revista que hacíamos con los
medios de los que podíamos disponer a esa edad… Algunos de esos folletos
estaban sobre un banco de la iglesia y desaparecieron en un momento de
distracción, recuerdo la perplejidad de mi amigo “yo no puedo entender que
alguien para tener a Cristo… robe…”
Por supuesto, con arrogante solvencia se podría explicar el
hecho… pero la perplejidad es también admisible.
Una perplejidad parecida puede invadirnos cada vez que vemos
cómo gente que declara ser más amiga de la verdad que de cualquier mortal que
ande todavía cándidamente viviendo destripa despiadadamente a quien no avale la
más opinable de sus opiniones. Lo cual tiene su implacable –aunque aparente–
lógica.
A estas alturas de la Historia, cuando todas las vanidades
se han mostrado como tales, cuando todas las glorias del mundo han puesto en
evidencia su vacuidad, no pocos asuntos han revelado cuán fútiles son. A quién
pueden importarle los pomposos premios a las películas, a las canciones, a los
libros…, a quién puede importarle a estas alturas esa industria del autobombo.
Lo que seriamente tiene sentido para un verdadero artista es haber visto una
porción de la Realidad, es haber tenido la Gracia de que algo le haya sido
revelado, y haber plasmado luego eso en una obra artística es consecuencia del
irrefrenable deseo de mostrar a otros lo que ha visto.
A estas alturas de la Historia, a quién puede importarle
ganar una discusión, tener razón o haber dicho algo antes que otros, haber
visto algo es Gracia y ante lo cual la gratitud es mucho más apropiada que la
arrogancia.
Por supuesto, se podría argumentar que hay que poner la
verdad en la cúspide de la pirámide, pero la cúspide sin la base se desmorona,
despreciar la base es fanatismo, como explica Castellani, pero el punto es que
cuando hablamos de la Verdad estamos hablando de toda la pirámide.
Quien ama la Verdad sabe que el Amor no es una pasión
desordenada que nubla la razón, el Amor está ligado al conocimiento. Un hombre
adulto ciertamente puede ver, de lejos, a un adolescente muchas veces como un ser
ridículo, pero si no se apura en el juicio, lo verá de otra manera. Si se trata
de su hijo, y es de suponer que lo ama verdaderamente, se morderá mil veces los
labios antes de decirle que es un estúpido, aunque probablemente no necesite
tal dominio de sí, porque por amor intentará ver cómo su hijo ve las cosas, qué
circunstancias hacen que su hijo entienda así lo que ve, y no lo justificará
sino que con paciencia de padre le tratará de aportar lo que el muchacho
necesita para ver la Realidad. Por supuesto esto lleva más de quince minutos.
Es algo en lo que va la vida. Se podría objetar que, en ciertas ocasiones, otro
método es más rápido y que además puede servir para hacerlo reaccionar.
Concedido pero con muchísimas reservas, porque es un argumento muy recurrido
para justificar las propias faltas de paciencia. El reproche es, a su vez, algo
reprochable si no es dicho con amor.
Es más rápido arrojarle a alguien en una discusión “¡Lo que
pasa es que usted es un ignorante!” que tratar de mostrarle que en ese punto en
particular su opinión es irrelevante porque carece de los elementos de juicio
suficientes. No se trata de un cambio en la redacción, porque decírselo más
complicadamente y con una sonrisa lo único que cambia es que el propio y vulgar
enojo ha sido hundido en un frío y calculado cinismo, que no hace sino aumentar
el insulto.
El punto está en hacer un amoroso esfuerzo en notar que hay
muchas circunstancias que hacen que la otra persona, como el adolescente, no
pueda ver la verdad que uno ve. El otro no tuvo la Gracia de ver lo que uno ha
visto, y encima uno va y lo insulta.
Es inevitable que esto suceda todos los días en todos lados,
ni hablar de las discusiones políticas y la denigración absoluta hacia los que
piensan distinto. Pero la perplejidad sobreviene cuando los que hablan se dicen
amantes de la verdad, y reparten, a la vez, y ni siquiera alegremente, juicios
inapelables e implacables sobre muchísima pobre gente que difícilmente
dispongan de circunstancias que le ayuden a ver la realidad.
La discusión es una obra de caridad, porque lo que se está
intentando es que el otro vea la verdad que uno ve. La Verdad contiene la
Misericordia. Parte de la realidad son las limitaciones humanas que la otra
persona tiene, y aún en el caso de que en los dichos de la otra persona hubiese
maldad, de cuya aceptación íntima no puede uno estar completamente seguro, con
muchísimo mayor razón debe uno tratar de elevarse a las alturas de la
Misericordia. Por supuesto, se está hablando aquí de la verdadera Misericordia,
que es aquella que está en la Verdad, y no de la misericordia falsa, que
consiste en decir que la verdad no importa.
Es cierto que, como se ha dicho, la caridad puede verse
movida a mostrar una cara mala, como cuando aquello que se ama se encuentra en
grave peligro y debe ser defendido. Pero digna de desconfianza es la excesiva
liberalidad en la distribución –con
destinatarios personales o masivos– de frases hirientes o de insultos ya
que tal actitud se parece menos a una santa ira que a un simple mal carácter o
a una indisimulada arrogancia.
La contemplación de la Verdad es Gozo, es Alegría, es un
ensanchamiento del alma en deseo desbordante de que los otros también vean y
tengan ese Gozo y esa Alegría, en especial los seres queridos… por extensión la
propia ciudad… por extensión la patria… por extensión el mundo entero…
Tal vez quienes no lo entienden así difícilmente puedan
estar verdaderamente alegres y gozosos ni siquiera en un sueño, que podrían
tener mientras duermen, en el cual el mundo se encuentre organizado según todas
sus afirmaciones…
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