Cuenta Castellani en la “fábula del zorzalito” que el zorzalito empezó a cantar por
primera vez y todo el bosque quedó en silencio, envuelto en su cantar, pero que
nadie dijo nada, ni siquiera la calandria u otros pájaros que entendían de
música… el único que habló fue un gorrión superficial: “Qué feo queda. Cuando
hincha la garganta parece un sapo”. El zorzalito, avergonzado y convencido de
que había hecho un papelón, se fue y no cantó más. Concluye Castellani
diciendo: Los que entienden, que alaben
a los que valen, no sea que vengan los que no valen y se hagan dueños del mundo.
Por otra parte, el Santo Cura de Ars contaba la siguiente anécdota: “Un santo dijo un día a uno de sus religiosos:
-Ve al cementerio e injuria a los muertos.
El religioso obedeció, y al volver el santo le preguntó:
-¿Qué han contestado?
-Nada.
-Pues bien, vuelve y haz de ellos grandes elogios.
El religioso obedeció de nuevo.
-¿Qué han dicho esta vez?
-Nada tampoco.
-¡Ea!, replicó el santo, tanto si te injurian, como si te alaban, pórtate como los muertos.”
Es decir, uno no debe devolver el insulto ante una injuria ni creérselas (envanecerse, engreírse) ante un elogio. Pero ante una alabanza sincera hay un cierto sentido en el cual uno no debe ser indiferente.
-Ve al cementerio e injuria a los muertos.
El religioso obedeció, y al volver el santo le preguntó:
-¿Qué han contestado?
-Nada.
-Pues bien, vuelve y haz de ellos grandes elogios.
El religioso obedeció de nuevo.
-¿Qué han dicho esta vez?
-Nada tampoco.
-¡Ea!, replicó el santo, tanto si te injurian, como si te alaban, pórtate como los muertos.”
Es decir, uno no debe devolver el insulto ante una injuria ni creérselas (envanecerse, engreírse) ante un elogio. Pero ante una alabanza sincera hay un cierto sentido en el cual uno no debe ser indiferente.
Cuando
uno elogia con sinceridad, con mesura, sin segundas intenciones, a otra persona
por algo bueno que ha hecho o que ha dicho, está haciendo un acto de justicia,
de caridad y de gratitud: el otro ha hecho lo que ha podido por hacer algo
bien, le ha salido bien y ha hecho un bien a otra persona.
Si
el tipo no es un necio “hará como los muertos”, y “no se la creerá”, pero tal
vez el elogio sea bueno para él porque, como humano que es, también necesita –como
el zorzalito– hacer pie en algo. Porque la Gracia no niega la naturaleza sino
que la eleva, aunque, ciertamente, hay momentos en los que no hay dónde hacer
pie y solo debe bastar la Gracia de Dios.
Ahora,
cuando se recibe un elogio, cuando alguien nos felicita por algo que hemos
hecho bien, incluso, cuando uno sabe cabalmente que ha hecho algo bien, y acaso
por simple decoro y reparo social no anda felicitándose a los gritos, hay que
hacer una operación que está perfectamente graficada en un gesto que por
famoso no es menos elocuente, que por simple no es menos profundo y altamente
significativo, y que por popular no deja de ser un símbolo de una verdad que
atraviesa toda la historia, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos.
El
deportista que ha hecho una gran jugada, que con sutileza y habilidad ha
eludido defensores, ha esquivado golpes y que, sorprendiendo al arquero, ha
puesto el balón contra la red, sabe que lo abrazarán sus compañeros, y que gritarán
de alegría cientos de personas o cientos de miles de personas alrededor del
mundo en el especial caso del que hablo. No es muy difícil para tal jugador percibir
el embriagante aroma del incienso, más aún cuando una multitud de insensatos
desde las tribunas hacen elocuentes gestos de alabanzas a una divinidad.
Él
sabe perfectamente que los aplausos son para él, por su jugada, por su gol,
pero también, por todas las horas de entrenamiento, por todas sus renuncias,
por todas sus lágrimas vertidas. “¡La gloria es toda suya!” grita
desaforadamente un locutor. Sin embargo el gesto parece indicar otra cosa.
Más
allá de todo el entrenamiento y de toda la dedicación hay un evidente talento
que ha sido dado y en lo cual no hay mérito propio, además, cada fibra de cada
músculo, cada molécula de los huesos, cada comunicación entre las neuronas tienen
una existencia que el portador lleva como un tesoro en vasijas de barro… es
más: son barro, y ahí están, sostenidas en la existencia por un misterio que
supera infinitamente al propio deportista que es saludado por una delirante
multitud.
Y
todos los elogios, todos los aplausos y también todas aquellas desubicadas
alabanzas idolátricas son redirigidas –en el gesto de ese famoso jugador– hacia
lo alto, que es hacia donde deben ir.
No
disminuye la capacidad simbólica de tal gesto el hecho de que el jugador esté
pensando en aquella abuela que lo llevaba a jugar al fútbol en su infancia.
La
gratitud, el señalar a los demás que han sido parte y por último, y más
importante de todos, la Señal de la Cruz, y apuntar hacia arriba, con los
índices y con la mirada, es exactamente la actitud que uno debe tener en lo más
profundo del alma ante un elogio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario