sábado, 2 de marzo de 2019

Los aplausos


Cuenta Castellani en la “fábula del zorzalito” que el zorzalito empezó a cantar por primera vez y todo el bosque quedó en silencio, envuelto en su cantar, pero que nadie dijo nada, ni siquiera la calandria u otros pájaros que entendían de música… el único que habló fue un gorrión superficial: “Qué feo queda. Cuando hincha la garganta parece un sapo”. El zorzalito, avergonzado y convencido de que había hecho un papelón, se fue y no cantó más. Concluye Castellani diciendo: Los que entienden, que alaben a los que valen, no sea que vengan los que no valen y se hagan dueños del mundo.
Por otra parte, el Santo Cura de Ars contaba la siguiente anécdota: “Un santo dijo un día a uno de sus religiosos: 
-Ve al cementerio e injuria a los muertos.
El religioso obedeció, y al volver el santo le preguntó:
-¿Qué han contestado? 
-Nada. 
-Pues bien, vuelve y haz de ellos grandes elogios.
El religioso obedeció de nuevo.
-¿Qué han dicho esta vez? 
-Nada tampoco. 
-¡Ea!, replicó el santo, tanto si te injurian, como si te alaban, pórtate como los muertos.”
Es decir, uno no debe devolver el insulto ante una injuria ni creérselas (envanecerse, engreírse) ante un elogio. Pero ante una alabanza sincera hay un cierto sentido en el cual uno no debe ser indiferente.
Cuando uno elogia con sinceridad, con mesura, sin segundas intenciones, a otra persona por algo bueno que ha hecho o que ha dicho, está haciendo un acto de justicia, de caridad y de gratitud: el otro ha hecho lo que ha podido por hacer algo bien, le ha salido bien y ha hecho un bien a otra persona.
Si el tipo no es un necio “hará como los muertos”, y “no se la creerá”, pero tal vez el elogio sea bueno para él porque, como humano que es, también necesita –como el zorzalito– hacer pie en algo. Porque la Gracia no niega la naturaleza sino que la eleva, aunque, ciertamente, hay momentos en los que no hay dónde hacer pie y solo debe bastar la Gracia de Dios.
Ahora, cuando se recibe un elogio, cuando alguien nos felicita por algo que hemos hecho bien, incluso, cuando uno sabe cabalmente que ha hecho algo bien, y acaso por simple decoro y reparo social no anda felicitándose a los gritos, hay que hacer una operación que está perfectamente graficada en un gesto que por famoso no es menos elocuente, que por simple no es menos profundo y altamente significativo, y que por popular no deja de ser un símbolo de una verdad que atraviesa toda la historia, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos.
El deportista que ha hecho una gran jugada, que con sutileza y habilidad ha eludido defensores, ha esquivado golpes y que, sorprendiendo al arquero, ha puesto el balón contra la red, sabe que lo abrazarán sus compañeros, y que gritarán de alegría cientos de personas o cientos de miles de personas alrededor del mundo en el especial caso del que hablo. No es muy difícil para tal jugador percibir el embriagante aroma del incienso, más aún cuando una multitud de insensatos desde las tribunas hacen elocuentes gestos de alabanzas a una divinidad.
Él sabe perfectamente que los aplausos son para él, por su jugada, por su gol, pero también, por todas las horas de entrenamiento, por todas sus renuncias, por todas sus lágrimas vertidas. “¡La gloria es toda suya!” grita desaforadamente un locutor. Sin embargo el gesto parece indicar otra cosa.
Más allá de todo el entrenamiento y de toda la dedicación hay un evidente talento que ha sido dado y en lo cual no hay mérito propio, además, cada fibra de cada músculo, cada molécula de los huesos, cada comunicación entre las neuronas tienen una existencia que el portador lleva como un tesoro en vasijas de barro… es más: son barro, y ahí están, sostenidas en la existencia por un misterio que supera infinitamente al propio deportista que es saludado por una delirante multitud.
Y todos los elogios, todos los aplausos y también todas aquellas desubicadas alabanzas idolátricas son redirigidas –en el gesto de ese famoso jugador– hacia lo alto, que es hacia donde deben ir.
No disminuye la capacidad simbólica de tal gesto el hecho de que el jugador esté pensando en aquella abuela que lo llevaba a jugar al fútbol en su infancia.
La gratitud, el señalar a los demás que han sido parte y por último, y más importante de todos, la Señal de la Cruz, y apuntar hacia arriba, con los índices y con la mirada, es exactamente la actitud que uno debe tener en lo más profundo del alma ante un elogio.



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