Einsed era tan buen administrador de aquellas tierras que el Rey, agradecido por la diligente atención que el muchacho daba a sus dominios, decidió concederle, para su uso personal, un automóvil y un amplio sector del bosque que incluía una casa.
El
reino era muy pequeño, casi como una provincia de cualquier otro país, pero era
desbordantemente rico y la fuente principal de sus enormes ingresos eran los
turistas de desde todo el mundo llegaban. El principal atractivo de aquellas
tierras eran precisamente los bosques que tan bien administraba Einsed. En
otros tiempos era tal el descuido de los anteriores administradores que los
visitantes habían dejado completamente de llegar. Los incendios forestales
habían sido frecuentes, habían proliferado toda clase de alimañas y plagas, en
aquellos días los animales de la región enfermaban y morían sin que nadie
prestase atención, algunos árboles añejos se habían secado a causa de hongos
que los habían contaminado. Muchas de estas desgracias se habrían evitado
simplemente con una buena dedicación de quienes habían estado a cargo. Pero
todo esto era cosa del pasado, en pocos años Einsed había logrado restaurar
aquellos bosques y, además, tenía un excelente trato con el personal que estaba
a su cargo. Todos estaban contentos con él y el que más lo estaba era el
mismísimo Rey, que era consciente de que el desbordante bienestar económico del
que estaban disfrutando era debido en gran parte a su diligente trabajo. En los
últimos años aquel reino era, por lejos, el lugar más visitado de Europa.
Einsed
se sentía muy agradecido con lo que el Rey le había concedido. Y no era para
menos, el automóvil que había recibido era mucho más que lo que nadie habría podido
pensar: un absolutamente increíble, extraordinario y completamente reluciente Ferrari,
un Ferrari color rojo, característico color de aquella marca italiana, y la
casa era una hermosa construcción de madera rodeada por árboles majestuosos.
El
muchacho era en verdad un joven magnífico, amable, servicial, de buen humor y
muy responsable en su trabajo. Hay que decir que tenía, no obstante, una
particularidad muy llamativa, una excentricidad, si se quiere, de esa clase de
cosas de las cuales que nadie está exento: a Einsed le encantaban los espejos de
los camiones y, además, era simpatizante de un club de fútbol de un lejano
país, el club tenía el curioso nombre de “Club Atlético Bosta Júniors”. Los
espejos de los camiones le parecían una verdadera obra de la genialidad humana,
le maravillaba el hecho de que la persona que debía conducir un vehículo tan
enorme tuviera a su disposición un amplísimo panorama de lo que sucedía detrás…
Por supuesto que sabía lo que era un espejo, todos los automóviles tenían uno,
pero se trataba de un insignificante espejito retrovisor… eso no se podía
comparar con esas otras hermosas
estructuras metálicas, generosas, extraordinarias…
Siempre
pensó que esos espejos eran algo que para él estaba vedado, él jamás conduciría
un camión, por lo tanto jamás tendría la posibilidad de disfrutar de algo así.
Pero un día, haciendo las compras en la ciudad, vio en una vidriera algo que no
había visto ni en sus mejores sueños… Era un enorme espejo con soportes y
tornillos, metálico, oscuro y brillante a la vez, … Nunca había pensado que el
preciado objeto podía ser comprado sin el camión, así que estaba tan contento
que decidió comprar una buena cantidad.
Tiempo
después, Rudolph, un buen amigo que hacía mucho no veía, lo fue a visitar. Charlaron,
rieron y bebieron cerveza junto al fuego del hogar durante un largo rato.
Habían hablado de todo un poco, se pusieron al tanto de las novedades en sus
familias, se anoticiaron de lo que había sucedido con otros amigos en los
últimos tiempos, y relataron lo que los vientos y las nevadas habían modificado
en los bosques en esas últimas temporadas, pero había algo que Rudolph
necesitaba decirle desde los primeros momentos en que se habían encontrado.
Einsed
había ido a buscar a Rudolph aquella mañana a la estación de trenes. Luego de
saludarse estridentemente, y de darse un abrazo que incluía fuertes golpes
sobre sus espaldas, los amigos se dirigieron a la playa de estacionamiento
donde Einsed había dejado el automóvil. Ciertamente, había lugar afuera donde
dejar el vehículo sin pagar un peso, pero hacía bien Einsed en cuidar aquel fantástico
medio de transporte que el rey le había concedido. Solo debían cruzar la calle.
Entraron al espacioso salón iluminado por modernas luces led y también por la
luz matinal que ingresaba por los amplios ventanales. Caminaron entre varios
autos hasta llegar a donde estaba aquel magnífico ejemplar de la industria
automotriz. Rudolph nunca había visto un Ferrari tan de cerca y le pareció no
menos que una nave espacial, le daba la impresión de que era algo que podía
volar entre las nubes y ascender hasta las estrellas. Pero en el mismo
instante tuvo como un sobresalto, una sensación de fuerte incoherencia, pensaba
que sus ojos le estaban jugando una mala pasada o que el cansancio del viaje le
estaba cobrando su precio… Pero no, sus ojos no lo engañaban: atornillado en el
guardabarros izquierdo, hiriendo la suave piel roja de aquella delicadísima
nave, había, tan indiscutible como inesperado, un contundente espejo para
camión… Y, como si algo faltase, el distinguido escudo con el caballo negro
rampante, noble insignia de Ferrari, estaba tapado en parte con una calcomanía
del escudo del “Bosta Juniors”.
Por
supuesto, Rudolph no dijo una palabra al respecto, así que olvidó el asunto y
durante el viaje por esas maravillosas rutas no hizo más que hablar con su
amigo y contemplar el paisaje desde el plácido andar de aquel auto. Luego de un
desvío ingresaron a un bosque de árboles enormes que dejaban pasar los
matinales rayos de sol que salpicaban el piso con manchas bellas y cálidas.
Einsed le explicó que luego de pasar por el puente que cruzaba el arroyo ya se
encontrarían en el sitio que el Rey le había concedido. Estaban rodeados de
árboles y era una sensación amable porque los árboles eran altos y no daban impresión
de encierro sino de protección. Luego de cruzar el puente se divisaba a lo
lejos la casa de Einsed. El lugar era digno de un cuento.
Bajaron
del auto y caminaron unos metros por esa tierra firme casi sin césped pero
tapizada de hojas secas y pequeñas ramitas finas o restos de corteza suave y
delgada que despedían esos enormes árboles. Pocos pasos después estaban
caminando sobre una plataforma de madera que hacía las veces de vereda a través
de la cual accedían a la casa. Rudolph volvió a estar invadido por esa
sensación de contrariedad al ver a su derecha otro espejo de camión igual al
del auto atornillado a un árbol.
Rudolph
pensaba que un árbol podía soportar con resignación su propia muerte si eso
significaba convertirse en una pared de una casa, o en una mesa que ofreciese a
las personas la posibilidad de sentarse a su alrededor, pensaba que un árbol
podía incluso soportar ser convertido en cenizas pero luego de haber dado fuego
y calor para que una madre pudiese proteger del frío a sus niños o cocinar sus
alimentos. Pero que un árbol magnífico estuviera allí para que le atornillasen un
espejo de camión era algo indigno, algo vergonzoso, más aún delante de tantos
árboles como él. Rudolph no pudo evitar pensar que el árbol podía sentirse
agradecido de que el adhesivo del “Bosta Juniors” no estuviera pegado en su
corteza.
Trató
de que su sorpresa pasara desapercibida, pero algo debió de haberse notado
porque Einsed le dijo, a manera de explicación, que había gente que visitaba el
lugar y que eso era útil para que pudieran arreglarse antes de sacarse
fotografías. En verdad era una explicación muy poco convincente pero Rudolph
prefirió no objetarla, al menos en aquel momento.
Aunque
después de un largo rato de estadía, de charlas y de cervezas pensó Rudolph que
algo sobre ese asunto debía decirle a su amigo.
–¡Pero
será posible que uno no pueda estar contento con algo para que venga un
aguafiestas como tú para arruinarlo todo! –Protestaba Einsed luego de haber
escuchado a Rudolph– ¡Quieres decirme qué tienen de malo los espejos de camión
y los escudos del Bosta Juniors!
–No
te enojes –trataba de calmarlo Rudolph–, claro que no tienen nada de malo ni
los espejos ni los escudos… No se trata de eso. Realmente no es eso. ¿Quieres
atornillar espejos de camión y pegar escuditos del Bosta Júniors en ese auto?
Pues hazlo, eres libre. ¿Qué problema hay? Solo ten cuidado de que esa
maravilla de la industria no salga dañada. Pero quiero que entiendas que no
sería yo un buen amigo si no te dijera que hay cosas que son bellas en sí
mismas… ¡Tienes un Ferrari, Einsed! Sé humilde y agradecido, y me consta que lo
eres, claro que lo eres… Mira, puedes usar toda una gama de productos que harán
que ese auto dé lo mejor de sí en rendimiento y belleza, pero se trata de una
belleza sobria, amable, delicada… Compréndeme, Einsed, ese coche está diseñado
no solo por ingenieros sino por artistas, yo entiendo que te gusten esos
espejos de camión, pero definitivamente no puedes atornillárselos al Ferrari
sin… no quiero decir “arruinarlo”, porque tal vez no te guste esa palabra, pero,
al menos, convengamos que esos espejos no le aportan nada… la belleza de ese
Ferrari es tal que no necesita que le agregues nada, lo único que necesita es
cuidado, simple y delicado buen trato…
Los
amigos siguieron charlando hasta bien entrada de la noche, mientras comían y
bebían y cada tanto riendo también bastante estridentemente.
A
pocos metros de la cabaña un árbol que dormía bastante incómodo soñaba con
personas que llegaban mirando sus celulares, se detenían delante de él para
arreglarse frente al espejo que tenía atornillado, se sacaban una
selfie y se iban para siempre, mirando sus celulares sin enterarse jamás de cuán maravilloso era el lugar en el que habían estado... Se despertó de repente, era muy
de noche ya, aún se oían conversaciones y risas desde la cabaña. Volvió a
dormirse plácidamente soñando con un nuevo día y con la esperanza de verse
libre de su molesto accesorio...