I
Hay quienes creen que estamos en el mejor momento de la historia, porque ven que la humanidad ha llegado al punto más alto del progreso, y, según ellos mismos, al punto más alto también de la inteligencia… Lo creen incluso aunque estén abrumados por muchas preocupaciones.
Lo creen por varias razones…
Algunas tienen que ver con la
salud y el confort, claro está: hasta personas de muy bajos recursos tienen hoy
comodidades con las que no soñaba ni siquiera un rey de otras épocas, tales
como comunicarse a gran distancia, ver lo que sucede a miles de kilómetros o
encender algún dispositivo para regular la temperatura ambiente…
Otras razones tienen que ver
con el progreso en las legislaciones: en casi todo el mundo hay una enorme
cantidad de leyes, y un gran número de ellas tiene que ver con los derechos de
las personas. Por lo cual, es inevitable escuchar cada tanto a alguno que contrasta
nuestros luminosos días con aquella terrible oscuridad medieval, época en que
los reyes “hacían lo que querían”.
Es lamentable que sea necesario señalar que en la Edad Media no era siempre invierno, ni todos los días estaban nublados, y que quienes vivían en ese entonces no eran todos viejos y, encima, feos… pues así es como esa época se presenta a la imaginación de muchos.
No solo había días
primaverales, sino que la atmósfera estaba, claramente, más limpia, como así
también los bosques y los ríos…
Es cierto que uno podía, por
ejemplo, ser convocado a una guerra, pero también es cierto que el mundo no se
hallaba en una situación de guerra permanente como sí lo ha estado a partir del
siglo XX.
Había largos períodos de paz
donde podían pasar generaciones con un notable grado de tranquilidad… De hecho,
uno podía pasar la vida sin enterarse mucho del rey, es decir, sin que el
gobierno tuviese mucho que ver con uno. Difícilmente pueda imaginar tal independencia
una persona del siglo XXI, en que no hay actividad, por personal que fuese,
donde el estado no se inmiscuya de alguna manera.
Es cierto que en aquellos
años, había días en los que había que trabajar de sol a sol… Pero en la
actualidad mucha gente debe seguir trabajando hasta bastante tiempo después de
la puesta del sol… pues ni siquiera puede esgrimir la excusa de que ha
anochecido.
A Chesterton cierta vez le
había llamado la atención la expresión que había en los rostros de unos
trabajadores en una pintura antigua, después se dio cuenta de que aquella
expresión mostraba que esos hombres estaban cantando, y reflexionaba luego
acerca de la incompatibilidad de los trabajos modernos con una actividad tan
humana como el hecho de cantar.
También es cierto que en la
Edad Media era el rey quien tenía el poder, pero, aunque a muchos les cueste
creer, aquellos reyes tenían temor de Dios, cada rey sabía que debía reverencia
al Rey de reyes… En cambio, los poderosos de nuestro tiempo no tienen esos
reparos, su único temor suele ser lo que diga la prensa; y si tuvieran alguna
garantía de que la prensa no los molestará en determinados asuntos,
difícilmente se abstendrían de algo por una actitud de nobleza, o por
cuestiones morales…
Se podría seguir así
indefinidamente… Pero nunca hay razones suficientes para aquellas personas que
son amigas de argumentos del tipo “yo, sin ir más lejos…”.
Porque, obviamente, “yo, sin
ir más lejos, prefiero un auto con aire acondicionado y no una carreta…”. “Mi
hija la médica, en otra época no habría podido estudiar… Con eso le digo todo”.
“Yo, en la Edad Media me habría muerto a los quince años, porque a los quince
años a mí me tuvieron que operar, entonces…”. “A un clic de distancia encontrás
un libro que en otra época…”.
Está claro, quién podría
dudarlo… Nadie en su sano juicio rechazaría las ventajas que el progreso
ofrece.
Sería imposible conjeturar
adecuadamente cuáles y cómo habrían sido los frutos del conocimiento en un
contexto distinto. Lo que sí podemos ver es que en el rumbo que el desarrollo
ha tomado en los últimos siglos, prevalece el olvido de la trascendencia.
El progreso promete una
felicidad aquí y casi ahora, su
cumplimento está siempre ubicado en un futuro inminente que nunca llega.
Habría que recordar que la
máquina nos fue vendida con la promesa de ahorrar desdichas, pero lo primero que
sucedió fue que muchos quedaron sin trabajo. Los hombres cuya labor en los
campos era regulada por los tiempos de la naturaleza, donde a veces incluso
podían cantar, tiempo después debieron amoldarse al ritmo y al ruido de las
máquinas en la industria…
Aquel “dominad la tierra”,
mandato que podría escandalizar a muchos ecologistas, se trata, en realidad, del
llamado a un señorío, una actitud de nobleza del ser humano sobre la tierra y
los animales. Tal señorío puede verse, por ejemplo, en el cultivo y en la
obtención de los frutos; de igual manera, en la domesticación de los animales,
el “entendimiento” entre jinete y caballo es una muestra de ese noble señorío.
Pero la máquina con su multiplicación
de fuerza y velocidad ha pervertido ese señorío, lo que se manifiesta
especialmente en maltrato a la naturaleza; y, además, obviamente, no ha dado a
la humanidad la felicidad que falsamente había prometido.
Cuando a Tolkien le ofrecieron la posibilidad
de grabar su propia voz, “recitó ante el
micrófono el Padrenuestro en gótico para expulsar a los demonios que pudieran
acechar en el interior del aparato”. No se trataba de una excentricidad, él
sabía que la “máquina” era un atajo, un “anillo” que permitía obtener poder; un
poder que empieza usándose sobre las cosas, pero que luego se extiende sobre
las personas y que, finalmente, se revela como poseedor de la misma persona que
pretende ejercerlo.
“Pero después [Tolkien] (…)
quedó tan impresionado con el objeto, que adquirió uno para su uso particular y
se entretuvo en hacer nuevos registros de sus obras”.
Ese es el punto. Nadie puede
ser tan necio como para negarse a los beneficios que prudentemente podría
obtener de la modernidad. Pero nadie debería ser tan ingenuo como para permitir
que la modernidad le compre su voto con unos dulces.
Si no nos damos cuenta de que
en determinados asuntos, o en determinados ámbitos, estamos en terreno enemigo,
es porque estamos desorientados.
Muchos parecen no
alcanzar a darse cuenta de cuánto la modernidad a deshumanizado al hombre.
II
Hay quienes sinceramente creen
que las legislaciones actuales muestran cuánto ha mejorado la sociedad. Habría
que recordar aquello de “a buen entendedor, pocas palabras”. Cuantas más
aclaraciones son necesarias, es porque los “entendedores” no son tan buenos, o
porque son gente capaz de toda clase de subterfugios para malinterpretar las
indicaciones.
Hay quienes creen sinceramente
en ciertos logros de las leyes, sin reparar en que tales logros no han hecho
más que destruir lo que siglos de cristianismo había restaurado en la
humanidad.
Porque, ciertamente, la
estabilidad familiar, por ejemplo, no es algo exclusivo de tiempos cristianos.
Por los beneficios que tal estabilidad otorgaba, la nobleza romana se la exigía
a sí misma pero no a la plebe, pues la plebe no importaba. Lo que hizo el
cristianismo fue extender esa exigencia a todos, pues todos están llamados a la
nobleza de ser hijos de Dios, y, por lo tanto, todos merecen esos beneficios y
todos son considerados capaces de asumir tal exigencia.
Hay quienes creen que la
modernidad es lo que ha dado a la mujer el lugar que le correspondía, pues ya
no estamos en los tiempos en los que había sido relegada al hogar…
Los extremadamente rápidos
cambios que se dan en nuestros días, nos han permitido ver cómo las mismas personas
(hombres y mujeres) que hace unas décadas daban por aceptables actitudes
completamente contrarias a la dignidad de las mujeres, hoy se muestran como
adalides de su defensa. La misma gente que despreciaba la nobleza que el
cristianismo exige en el trato hacia la mujer, hoy con aplomada actitud nos
explica que en la cristiandad medieval las mujeres estaban confinadas al hogar.
Qué cosas, no…
En lo que no parece reparar
esta gente es cuán insultantes resultan sus dichos para la inmensa cantidad de
mujeres que vivían en aquellas lejanas épocas. Claro, ya no están ellas aquí para
decirles lo que se merecen…
La mujer se ocupaba
principalmente de la casa y de los hijos, y el hombre se ocupaba principalmente
del trabajo, y en el caso de que hubiera guerra, eran los hombres los que
debían defender la tierra donde estaba su hogar y, eventualmente, morir por
ello. Tanto hombres como mujeres de esa época nos mirarían azorados si les
cuestionáramos semejante obviedad.
Chesterton observaba que la
discusión entre los intereses masculinos y femeninos podía representarse en
aquel reproche: “tú y tus amigos podéis arreglar el mundo cuanto queráis, pero
aquí a fin de mes debes traer lo suficiente para nuestra digna subsistencia”.
Para ella lo más importante eran sus hijos y su hogar, y, en cambio, la
atención del hombre estaba más bien centrada en asuntos laborales y políticos, que,
obviamente, estaban fuera de su casa. Decía Chesterton que estaba claro qué intereses
eran los que habían prevalecido.
Y cien años después, está más
claro todavía.
De todas maneras, ninguna
mujer del siglo XXI, por tradicional que fuese, dejaría de dedicarse al estudio
si eso fuera su vocación, como tampoco dejaría pasar una buena oportunidad
laboral si tal cosa conviniera a su particular circunstancia. Ninguna familia,
por tradicional que fuese, estaría en desacuerdo con ello.
Porque la tradición no es
añoranza del pasado. Y ningún tiempo de la historia ha sido perfecto. De manera
que, como se ha dicho, la historia también habría ido cambiando si no se
hubiera roto con la tradición.
Pero la modernidad ha roto con
la tradición.
Lo que es lamentable es que
haya personas que debiendo arrojar luz sobre estos asuntos, se crean en el caso
de palmearle la espalda a la modernidad, acompañando su caminar y
agradeciéndole las cosas buenas que nos ha dado…
El hombre de Dios no puede considerar
apreciable aquello que es malo (cf. Salmo 14, 4).
Pero esta gente dirá que ellos
están haciendo lo mismo que hizo San Pablo en el Areópago de Atenas, es decir,
congraciarse con los otros señalándoles aquellos aciertos que hubieran tenido.
“Pablo,
de pie en medio del Areópago, dijo: "Atenienses, veo que vosotros sois,
por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y
contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el
que estaba grabada esta inscripción: "Al Dios desconocido." Pues
bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar.” (Hechos 17, 22-23)
Otros les han
contestado, no sin sorna, que a San Pablo, después de todo, no le había ido muy
bien con esa táctica, pues en unos versículos más adelante se cuenta que perdió
después a casi toda su audiencia.
Pero a San Pablo no le fue
mal. Lo siguieron Dionisio y una mujer llamada Damaris, y también algunos
otros. Su principal objetivo no era ganarse la estima de todos los que lo
escuchaban. Se alejó de ellos porque habiéndoles dicho luego lo que había ido a
anunciarles, ellos despreciaron lo que les decía. Él habría conservado su
audiencia si no hubiera dicho todo lo que era necesario decirles.
No. Esta gente no está
haciendo lo que hizo San Pablo, ellos en realidad están corrigiendo a San Pablo. Ellos en su lugar no habrían perdido los
oyentes, probablemente se habrían quedado allí, acompañando indefinidamente a
los atenienses sin hablarles jamás de la resurrección de los muertos.
Si esta gente entiende que
está en un nuevo Areópago de Atenas, debe estar dispuesta, como San Pablo, a perder
público e, incluso, a que se burlen de ellos.
Tal vez sea la forma de que,
al menos, algunos vean.
Porque es posible que el precio
de pretender uno quedar bien con todos,
sea no ofrecer el Sumo Bien ni siquiera a algunos...
“…unos se burlaban y otros decían: «Otro día
te oiremos hablar sobre esto». Así fue cómo Pablo se alejó de ellos. Sin embargo, algunos lo siguieron y
abrazaron la fe.” (Hechos 17, 32-34)