martes, 7 de septiembre de 2021

Esta modernidad… (so bright, so dark…)

 

I

Hay quienes creen que estamos en el mejor momento de la historia, porque ven que la humanidad ha llegado al punto más alto del progreso, y, según ellos mismos, al punto más alto también de la inteligencia… Lo creen incluso aunque estén abrumados por muchas preocupaciones.

Lo creen por varias razones…

Algunas tienen que ver con la salud y el confort, claro está: hasta personas de muy bajos recursos tienen hoy comodidades con las que no soñaba ni siquiera un rey de otras épocas, tales como comunicarse a gran distancia, ver lo que sucede a miles de kilómetros o encender algún dispositivo para regular la temperatura ambiente…

Otras razones tienen que ver con el progreso en las legislaciones: en casi todo el mundo hay una enorme cantidad de leyes, y un gran número de ellas tiene que ver con los derechos de las personas. Por lo cual, es inevitable escuchar cada tanto a alguno que contrasta nuestros luminosos días con aquella terrible oscuridad medieval, época en que los reyes “hacían lo que querían”.

Es lamentable que sea necesario señalar que en la Edad Media no era siempre invierno, ni todos los días estaban nublados, y que quienes vivían en ese entonces no eran todos viejos y, encima, feos… pues así es como esa época se presenta a la imaginación de muchos.

No solo había días primaverales, sino que la atmósfera estaba, claramente, más limpia, como así también los bosques y los ríos…

Es cierto que uno podía, por ejemplo, ser convocado a una guerra, pero también es cierto que el mundo no se hallaba en una situación de guerra permanente como sí lo ha estado a partir del siglo XX.

Había largos períodos de paz donde podían pasar generaciones con un notable grado de tranquilidad… De hecho, uno podía pasar la vida sin enterarse mucho del rey, es decir, sin que el gobierno tuviese mucho que ver con uno. Difícilmente pueda imaginar tal independencia una persona del siglo XXI, en que no hay actividad, por personal que fuese, donde el estado no se inmiscuya de alguna manera.

Es cierto que en aquellos años, había días en los que había que trabajar de sol a sol… Pero en la actualidad mucha gente debe seguir trabajando hasta bastante tiempo después de la puesta del sol… pues ni siquiera puede esgrimir la excusa de que ha anochecido.

A Chesterton cierta vez le había llamado la atención la expresión que había en los rostros de unos trabajadores en una pintura antigua, después se dio cuenta de que aquella expresión mostraba que esos hombres estaban cantando, y reflexionaba luego acerca de la incompatibilidad de los trabajos modernos con una actividad tan humana como el hecho de cantar.

También es cierto que en la Edad Media era el rey quien tenía el poder, pero, aunque a muchos les cueste creer, aquellos reyes tenían temor de Dios, cada rey sabía que debía reverencia al Rey de reyes… En cambio, los poderosos de nuestro tiempo no tienen esos reparos, su único temor suele ser lo que diga la prensa; y si tuvieran alguna garantía de que la prensa no los molestará en determinados asuntos, difícilmente se abstendrían de algo por una actitud de nobleza, o por cuestiones morales…

Se podría seguir así indefinidamente… Pero nunca hay razones suficientes para aquellas personas que son amigas de argumentos del tipo “yo, sin ir más lejos…”.

Porque, obviamente, “yo, sin ir más lejos, prefiero un auto con aire acondicionado y no una carreta…”. “Mi hija la médica, en otra época no habría podido estudiar… Con eso le digo todo”. “Yo, en la Edad Media me habría muerto a los quince años, porque a los quince años a mí me tuvieron que operar, entonces…”. “A un clic de distancia encontrás un libro que en otra época…”.

Está claro, quién podría dudarlo… Nadie en su sano juicio rechazaría las ventajas que el progreso ofrece.

Sería imposible conjeturar adecuadamente cuáles y cómo habrían sido los frutos del conocimiento en un contexto distinto. Lo que sí podemos ver es que en el rumbo que el desarrollo ha tomado en los últimos siglos, prevalece el olvido de la trascendencia.

El progreso promete una felicidad aquí y casi ahora, su cumplimento está siempre ubicado en un futuro inminente que nunca llega.

Habría que recordar que la máquina nos fue vendida con la promesa de ahorrar desdichas, pero lo primero que sucedió fue que muchos quedaron sin trabajo. Los hombres cuya labor en los campos era regulada por los tiempos de la naturaleza, donde a veces incluso podían cantar, tiempo después debieron amoldarse al ritmo y al ruido de las máquinas en la industria…

Aquel “dominad la tierra”, mandato que podría escandalizar a muchos ecologistas, se trata, en realidad, del llamado a un señorío, una actitud de nobleza del ser humano sobre la tierra y los animales. Tal señorío puede verse, por ejemplo, en el cultivo y en la obtención de los frutos; de igual manera, en la domesticación de los animales, el “entendimiento” entre jinete y caballo es una muestra de ese noble señorío.

Pero la máquina con su multiplicación de fuerza y velocidad ha pervertido ese señorío, lo que se manifiesta especialmente en maltrato a la naturaleza; y, además, obviamente, no ha dado a la humanidad la felicidad que falsamente había prometido.

 Cuando a Tolkien le ofrecieron la posibilidad de grabar su propia voz, “recitó ante el micrófono el Padrenuestro en gótico para expulsar a los demonios que pudieran acechar en el interior del aparato”. No se trataba de una excentricidad, él sabía que la “máquina” era un atajo, un “anillo” que permitía obtener poder; un poder que empieza usándose sobre las cosas, pero que luego se extiende sobre las personas y que, finalmente, se revela como poseedor de la misma persona que pretende ejercerlo.

Pero después [Tolkien] (…) quedó tan impresionado con el objeto, que adquirió uno para su uso particular y se entretuvo en hacer nuevos registros de sus obras”.

Ese es el punto. Nadie puede ser tan necio como para negarse a los beneficios que prudentemente podría obtener de la modernidad. Pero nadie debería ser tan ingenuo como para permitir que la modernidad le compre su voto con unos dulces.

Si no nos damos cuenta de que en determinados asuntos, o en determinados ámbitos, estamos en terreno enemigo, es porque estamos desorientados.

Muchos parecen no alcanzar a darse cuenta de cuánto la modernidad a deshumanizado al hombre.

II

Hay quienes sinceramente creen que las legislaciones actuales muestran cuánto ha mejorado la sociedad. Habría que recordar aquello de “a buen entendedor, pocas palabras”. Cuantas más aclaraciones son necesarias, es porque los “entendedores” no son tan buenos, o porque son gente capaz de toda clase de subterfugios para malinterpretar las indicaciones.

Hay quienes creen sinceramente en ciertos logros de las leyes, sin reparar en que tales logros no han hecho más que destruir lo que siglos de cristianismo había restaurado en la humanidad.

Porque, ciertamente, la estabilidad familiar, por ejemplo, no es algo exclusivo de tiempos cristianos. Por los beneficios que tal estabilidad otorgaba, la nobleza romana se la exigía a sí misma pero no a la plebe, pues la plebe no importaba. Lo que hizo el cristianismo fue extender esa exigencia a todos, pues todos están llamados a la nobleza de ser hijos de Dios, y, por lo tanto, todos merecen esos beneficios y todos son considerados capaces de asumir tal exigencia.

Hay quienes creen que la modernidad es lo que ha dado a la mujer el lugar que le correspondía, pues ya no estamos en los tiempos en los que había sido relegada al hogar…

Los extremadamente rápidos cambios que se dan en nuestros días, nos han permitido ver cómo las mismas personas (hombres y mujeres) que hace unas décadas daban por aceptables actitudes completamente contrarias a la dignidad de las mujeres, hoy se muestran como adalides de su defensa. La misma gente que despreciaba la nobleza que el cristianismo exige en el trato hacia la mujer, hoy con aplomada actitud nos explica que en la cristiandad medieval las mujeres estaban confinadas al hogar.

Qué cosas, no…

En lo que no parece reparar esta gente es cuán insultantes resultan sus dichos para la inmensa cantidad de mujeres que vivían en aquellas lejanas épocas. Claro, ya no están ellas aquí para decirles lo que se merecen…

La mujer se ocupaba principalmente de la casa y de los hijos, y el hombre se ocupaba principalmente del trabajo, y en el caso de que hubiera guerra, eran los hombres los que debían defender la tierra donde estaba su hogar y, eventualmente, morir por ello. Tanto hombres como mujeres de esa época nos mirarían azorados si les cuestionáramos semejante obviedad.

Chesterton observaba que la discusión entre los intereses masculinos y femeninos podía representarse en aquel reproche: “tú y tus amigos podéis arreglar el mundo cuanto queráis, pero aquí a fin de mes debes traer lo suficiente para nuestra digna subsistencia”. Para ella lo más importante eran sus hijos y su hogar, y, en cambio, la atención del hombre estaba más bien centrada en asuntos laborales y políticos, que, obviamente, estaban fuera de su casa. Decía Chesterton que estaba claro qué intereses eran los que habían prevalecido.

Y cien años después, está más claro todavía.

De todas maneras, ninguna mujer del siglo XXI, por tradicional que fuese, dejaría de dedicarse al estudio si eso fuera su vocación, como tampoco dejaría pasar una buena oportunidad laboral si tal cosa conviniera a su particular circunstancia. Ninguna familia, por tradicional que fuese, estaría en desacuerdo con ello.

Porque la tradición no es añoranza del pasado. Y ningún tiempo de la historia ha sido perfecto. De manera que, como se ha dicho, la historia también habría ido cambiando si no se hubiera roto con la tradición.

Pero la modernidad ha roto con la tradición.

Lo que es lamentable es que haya personas que debiendo arrojar luz sobre estos asuntos, se crean en el caso de palmearle la espalda a la modernidad, acompañando su caminar y agradeciéndole las cosas buenas que nos ha dado…

El hombre de Dios no puede considerar apreciable aquello que es malo (cf. Salmo 14, 4).

Pero esta gente dirá que ellos están haciendo lo mismo que hizo San Pablo en el Areópago de Atenas, es decir, congraciarse con los otros señalándoles aquellos aciertos que hubieran tenido.

“Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: "Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: "Al Dios desconocido." Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar.” (Hechos 17, 22-23)

Otros les han contestado, no sin sorna, que a San Pablo, después de todo, no le había ido muy bien con esa táctica, pues en unos versículos más adelante se cuenta que perdió después a casi toda su audiencia.

Pero a San Pablo no le fue mal. Lo siguieron Dionisio y una mujer llamada Damaris, y también algunos otros. Su principal objetivo no era ganarse la estima de todos los que lo escuchaban. Se alejó de ellos porque habiéndoles dicho luego lo que había ido a anunciarles, ellos despreciaron lo que les decía. Él habría conservado su audiencia si no hubiera dicho todo lo que era necesario decirles.

No. Esta gente no está haciendo lo que hizo San Pablo, ellos en realidad están corrigiendo a San Pablo. Ellos en su lugar no habrían perdido los oyentes, probablemente se habrían quedado allí, acompañando indefinidamente a los atenienses sin hablarles jamás de la resurrección de los muertos.

Si esta gente entiende que está en un nuevo Areópago de Atenas, debe estar dispuesta, como San Pablo, a perder público e, incluso, a que se burlen de ellos.

Tal vez sea la forma de que, al menos, algunos vean.

Porque es posible que el precio de pretender uno quedar bien con todos, sea no ofrecer el Sumo Bien ni siquiera a algunos...

 “…unos se burlaban y otros decían: «Otro día te oiremos hablar sobre esto». Así fue cómo Pablo se alejó de ellos. Sin embargo, algunos lo siguieron y abrazaron la fe.” (Hechos 17, 32-34)