Hace
varios años, siendo yo todavía un joven con las ilusiones bastante intactas, me
encontré un día con que estaba perdidamente enamorado.
Era
una muchacha maravillosa y, ciertamente, mirar en sus ojos era ver un atisbo
del Cielo… Pero, también, tratar de encontrar en ellos una respuesta era como
mirar en el espejo de Galadriel… donde las cosas podían ser… y podían, a la
vez, no ser… Que se arreglen con eso Aristóteles y Santo Tomás…
El
punto es que esa indefinición, en algunas ocasiones, me llevaba a recorrer
praderas donde fragancias embriagantes me envolvían con dulzura… y, en otras,
unas ráfagas heladas me arrojaban a tierras áridas e inhóspitas…
Entre
tales anhelos y angustias decidí buscar refugio –y, sobre todo, ánimo– en
la bellísima historia de amor escrita
por el profesor J. R. R. Tolkien.
La
había leído alguna vez… Sin dudas, me hallaba plenamente identificado con
Beren, para quien no hubo oscuridades que lo amedrentaran ni temores que le hicieran
abandonar su amor por Lúthien…
Como
era de esperar, la relectura de tan maravillosa obra resultaba reconfortante… Pero,
de pronto, en una imprevista línea, que no recordaba haber leído jamás… el
mismísimo profesor Tolkien pareció haber irrumpido solamente para darme un puñetazo
en el rostro.
Fue
tal la perplejidad, que si hubiera estado en el mismo tiempo y lugar que él,
habría marchado decididamente hacia su domicilio y con vehemencia habría
golpeado su puerta hasta ser atendido.
Frente
a él habría sostenido el libro con su historia a la vista y habría dado un
sonoro revés sobre sus páginas, pidiéndole –con los brazos en jarra– inmediata
explicación.
Me
asaltan dudas en ese punto… Estoy seguro de que el libro no habría terminado en
el piso… No. Indudablemente no… Tal vez lo habría puesto sobre algún tapial… o,
qué se yo… lo seguiría sosteniendo con la mano izquierda para hacer solo media
jarra con la derecha… Bueno, qué más da…
Siendo la persona educada que era, inimaginable es que me hubiera echado a patadas… Luego de darse cuenta de que no era yo un loco peligroso —o, al menos, de que peligroso no era—, me habría hecho pasar. Y, además, tratándose de una de sus historias, estimo que no habría resistido la tentación de procurar saber qué pasaba conmigo y qué era lo le reclamaba con tanto disgusto.
Sin
dudas, en el camino de ida hacia su casa habría llevado una muy pesada carga…
Todos
sabemos que Lúthien cantaba… y bailaba… y tan bellamente, y con tal gracia en
ello, que fue solo verla y caer bajo un encantamiento… Fue así como Beren se
enamoró de ella…
¿Y
qué cantaba?
¿Cómo
“¿qué cantaba?”? ¿Qué clase de pregunta
es esa? ¿Qué iba a cantar? Algo que salía de su corazón, como una niña pequeña
que canturrea algo mientras anda alegre entre las flores del jardín... Solo que
aquí es una joven, y canta y baila con la misma pureza de una niña, pero lo que
dicta su corazón con mayor madurez, y pasa por su inteligencia con más agudeza,
llega a su delicada voz y se esparce tan apaciblemente que alcanza una belleza aún
más noble y sublime…
Nadie
en su sano juicio rompería el encantamiento de unos niños que estuvieran viendo
cantar a Blancanieves para preguntar quién fue el que compuso la canción…
Claro, qué embromar… Obviamente, si uno va a los créditos de la película se va
a encontrar con que el compositor fue alguien que nació en New Jersey, o New
York, o donde New Cornos fuese… y que estudió en algún conservatorio de por
ahí… y que tal vez por ello le otorgaron algún premio de la academia… –de la
academia de piano–… Pero, ¿a quién puede importarle? ¿A quién puede importarle
todo eso?…
Bien,
contra todo pronóstico, el profesor Tolkien informaba prolijamente, en una
detestable e innecesaria línea, que a la música de lo que cantaba Lúthien la
componía un tipo…
Sí,
tal cual... De un coreógrafo ni mu, claro. Pero sí había alguien que componía
la música… Increíble… ¿Qué hacía esa irrupción de realidad concreta en un
cuento de hadas, en una historia de fantasía?
Uno
que componía las canciones… Indignante… Y ya lo veía yo al tipo… porque algo de
eso sabía… Para que ella cantase algo como si saliera de su propio corazón, el
tipo, al escribir, tenía que sentir su propio corazón como si fuera el de ella…
Cada nota musical debía ser como si fuera salida no de su propia alma, sino del
alma de ella… Y claro, como no podía ser de otra manera, el tipo se enamora de
Lúthien…
Y,
como no podía ser de otra manera, Lúthien no se enamora del tipo… Ay, sí… qué maravilla de persona… qué
sensibilidad… qué elocuencia poética implícita en cada melodía… (“qué poencia elocuética”, dijo uno…) Sí, sí, todo lo que quiera, pero no se
enamora del tipo… Y, además, un día cae Beren en paracaídas y ella se enamora
de Beren… Inadmisible…
Claro…
siendo yo compositor como era en esos días… obviamente me vi recontrarretratado
no en la intrepidez de Beren sino en la sutil sensibilidad del otro pobre tipo,
del cual Lúthien no estaba enamorada… Lo cual, a todas luces, parecía estar
sucediendo conmigo… Y, obviamente, ese era el motivo de mi enojo con Tolkien en
ese momento…
Naides
venga aquí a psicoanalizar nada... Allí no hubo una vana idealización ni cosa que
se le parezca… No me dediqué a escribirle poemas ni a enviarle cartas
perfumadas con pétalos de rosa… Hice lo que más o menos hace todo el mundo
cuanto se enamora… Aunque debo reconocer que algo escribí, sí, alguna melodía
compuse…
Por
otra parte, todo el mundo sabe que no se trata de fórmulas. Si uno le envía una
flor y la chica está enamorada, le parecerá a ella que uno es un muchacho excepcional…
Pero si no está enamorada, le parecerá uno un irremediable ridículo… Y si está
enamorada, aunque uno frente a ella protagonizara un impresentable estornudo… probablemente
le resultará una escena enternecedora… En fin…
No
es que la historia me hubiera condicionado, o que la hubiera yo considerado una
suerte de presagio… En absoluto… Pero, sin dudas, en vez de llevarme a pasear
sobre las nubes me arrojó a la innegable, contundente y dolorosa realidad…
Y
la misma frustración que me habría llevado a manifestar mi enojo me habría
hecho luego romper en desconsolado llanto frente al perplejo profesor. En gran
parte, a causa de mi corazón herido, pero también porque percibiría ya, aunque
algo oscuramente, la completa injusticia de mi enfado hacia él…
Sin
dudas, el hombre habría reaccionado apenas unos instantes después pidiéndole a
su esposa Edith que me preparara un té. Y la buena mujer, aunque importunada
por un requerimiento imprevisto, se habría compadecido maternalmente al momento
llegar al living con la humeante infusión.
El
profesor me habría estado explicando que no se trataba de que él hubiera
querido, o hubiera dejado de querer, escribir eso. Él simplemente había escrito
lo que había visto… como si fuera un cronista de un hecho que en verdad había
sucedido… Y me habría contado que él mismo había derramado lágrimas ante algún
escrito suyo…
En
fin… En fin… Un rato después habría estado caminando de vuelta por unas calles…
ni alegres ni desoladas… simplemente cotidianas… recordando mi encuentro con el
profesor… No un encuentro magnífico, donde hubiera estado bebiendo cerveza
entre risas estridentes y comentarios lúcidos con él y sus ilustres amigos,
nada de eso… sino habiendo llorado deplorablemente ante él y su esposa… Una
vergüenza…
Él
me habría dicho lo que en sus historias ya me había enseñado…
Es
que la vida no es tanto lo que soñamos que sea… sino, en gran parte,
simplemente lo que nos toca vivir… Y que a ello hay que vivirlo con la nobleza
de la más elevada historia… pues lo es… aunque en lo cotidiano las Sombras se
empecinen en mostrarnos lo contrario...
De
manera que eso de “luchar por nuestros
sueños”, que tan buena prensa suele tener (y que en determinados casos podría
ser una verdadera locura… cada delirio puede tener cada uno…), no nos
garantiza, en absoluto, que nuestros sueños vayan a cumplirse…
Además,
será necesario tomar con humor el incuestionable hecho de que, aun en el caso
de que se cumplieran, no serían capaces de darnos la felicidad que parecían
prometernos… Ni siquiera los sueños más nobles, bellos y buenos…
Es
que en este mundo caído “tal es el orden
de las cosas: encontrar y perder, como le parece a aquel que navega siguiendo
el curso de las aguas...”
Sin
embargo… las perlas que cada tanto encontramos en nuestra vida no son sino huellas
de un tesoro imperecedero que está más allá de los límites del tiempo, y al que
solo se llega con un corazón puro…
Confío que en el día sin ocaso nos encontraremos y beberemos una cerveza exquisita… Tal vez el profesor Tolkien sonría, no creo que le molestaran los desatinados matices de este texto… Porque si en este mundo poseía sabiduría y buen humor… cuánto más sería esperable que tuviera allí… en la Posada de más allá del tiempo…