sábado, 3 de junio de 2023

Beren, Lúthien y el indignante profesor Tolkien…


Hace varios años, siendo yo todavía un joven con las ilusiones bastante intactas, me encontré un día con que estaba perdidamente enamorado.

Era una muchacha maravillosa y, ciertamente, mirar en sus ojos era ver un atisbo del Cielo… Pero, también, tratar de encontrar en ellos una respuesta era como mirar en el espejo de Galadriel… donde las cosas podían ser… y podían, a la vez, no ser… Que se arreglen con eso Aristóteles y Santo Tomás…

El punto es que esa indefinición, en algunas ocasiones, me llevaba a recorrer praderas donde fragancias embriagantes me envolvían con dulzura… y, en otras, unas ráfagas heladas me arrojaban a tierras áridas e inhóspitas…

Entre tales anhelos y angustias decidí buscar refugio –y, sobre todo, ánimo– en la  bellísima historia de amor escrita por el profesor J. R. R. Tolkien.

La había leído alguna vez… Sin dudas, me hallaba plenamente identificado con Beren, para quien no hubo oscuridades que lo amedrentaran ni temores que le hicieran abandonar su amor por Lúthien…

Como era de esperar, la relectura de tan maravillosa obra resultaba reconfortante… Pero, de pronto, en una imprevista línea, que no recordaba haber leído jamás… el mismísimo profesor Tolkien pareció haber irrumpido solamente para darme un puñetazo en el rostro.

Fue tal la perplejidad, que si hubiera estado en el mismo tiempo y lugar que él, habría marchado decididamente hacia su domicilio y con vehemencia habría golpeado su puerta hasta ser atendido.

Frente a él habría sostenido el libro con su historia a la vista y habría dado un sonoro revés sobre sus páginas, pidiéndole –con los brazos en jarra– inmediata explicación.

Me asaltan dudas en ese punto… Estoy seguro de que el libro no habría terminado en el piso… No. Indudablemente no… Tal vez lo habría puesto sobre algún tapial… o, qué se yo… lo seguiría sosteniendo con la mano izquierda para hacer solo media jarra con la derecha… Bueno, qué más da…

Siendo la persona educada que era, inimaginable es que me hubiera echado a patadas… Luego de darse cuenta de que no era yo un loco peligroso —o, al menos, de que peligroso no era, me habría hecho pasar. Y, además, tratándose de una de sus historias, estimo que no habría resistido la tentación de procurar saber qué pasaba conmigo y qué era lo le reclamaba con tanto disgusto.

Sin dudas, en el camino de ida hacia su casa habría llevado una muy pesada carga…

Todos sabemos que Lúthien cantaba… y bailaba… y tan bellamente, y con tal gracia en ello, que fue solo verla y caer bajo un encantamiento… Fue así como Beren se enamoró de ella…

¿Y qué cantaba?

¿Cómo “¿qué cantaba?”?  ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Qué iba a cantar? Algo que salía de su corazón, como una niña pequeña que canturrea algo mientras anda alegre entre las flores del jardín... Solo que aquí es una joven, y canta y baila con la misma pureza de una niña, pero lo que dicta su corazón con mayor madurez, y pasa por su inteligencia con más agudeza, llega a su delicada voz y se esparce tan apaciblemente que alcanza una belleza aún más noble y sublime…

Nadie en su sano juicio rompería el encantamiento de unos niños que estuvieran viendo cantar a Blancanieves para preguntar quién fue el que compuso la canción… Claro, qué embromar… Obviamente, si uno va a los créditos de la película se va a encontrar con que el compositor fue alguien que nació en New Jersey, o New York, o donde New Cornos fuese… y que estudió en algún conservatorio de por ahí… y que tal vez por ello le otorgaron algún premio de la academia… –de la academia de piano–… Pero, ¿a quién puede importarle? ¿A quién puede importarle todo eso?…

Bien, contra todo pronóstico, el profesor Tolkien informaba prolijamente, en una detestable e innecesaria línea, que a la música de lo que cantaba Lúthien la componía un tipo…

Sí, tal cual... De un coreógrafo ni mu, claro. Pero sí había alguien que componía la música… Increíble… ¿Qué hacía esa irrupción de realidad concreta en un cuento de hadas, en una historia de fantasía?

Uno que componía las canciones… Indignante… Y ya lo veía yo al tipo… porque algo de eso sabía… Para que ella cantase algo como si saliera de su propio corazón, el tipo, al escribir, tenía que sentir su propio corazón como si fuera el de ella… Cada nota musical debía ser como si fuera salida no de su propia alma, sino del alma de ella… Y claro, como no podía ser de otra manera, el tipo se enamora de Lúthien…

Y, como no podía ser de otra manera, Lúthien no se enamora del tipo… Ay, sí… qué maravilla de persona… qué sensibilidad… qué elocuencia poética implícita en cada melodía… (“qué poencia elocuética”, dijo uno…) Sí, sí, todo lo que quiera, pero no se enamora del tipo… Y, además, un día cae Beren en paracaídas y ella se enamora de Beren… Inadmisible…

Claro… siendo yo compositor como era en esos días… obviamente me vi recontrarretratado no en la intrepidez de Beren sino en la sutil sensibilidad del otro pobre tipo, del cual Lúthien no estaba enamorada… Lo cual, a todas luces, parecía estar sucediendo conmigo… Y, obviamente, ese era el motivo de mi enojo con Tolkien en ese momento…

Naides venga aquí a psicoanalizar nada... Allí no hubo una vana idealización ni cosa que se le parezca… No me dediqué a escribirle poemas ni a enviarle cartas perfumadas con pétalos de rosa… Hice lo que más o menos hace todo el mundo cuanto se enamora… Aunque debo reconocer que algo escribí, sí, alguna melodía compuse…

Por otra parte, todo el mundo sabe que no se trata de fórmulas. Si uno le envía una flor y la chica está enamorada, le parecerá a ella que uno es un muchacho excepcional… Pero si no está enamorada, le parecerá uno un irremediable ridículo… Y si está enamorada, aunque uno frente a ella protagonizara un impresentable estornudo… probablemente le resultará una escena enternecedora… En fin…

No es que la historia me hubiera condicionado, o que la hubiera yo considerado una suerte de presagio… En absoluto… Pero, sin dudas, en vez de llevarme a pasear sobre las nubes me arrojó a la innegable, contundente y dolorosa realidad…

Y la misma frustración que me habría llevado a manifestar mi enojo me habría hecho luego romper en desconsolado llanto frente al perplejo profesor. En gran parte, a causa de mi corazón herido, pero también porque percibiría ya, aunque algo oscuramente, la completa injusticia de mi enfado hacia él…

Sin dudas, el hombre habría reaccionado apenas unos instantes después pidiéndole a su esposa Edith que me preparara un té. Y la buena mujer, aunque importunada por un requerimiento imprevisto, se habría compadecido maternalmente al momento llegar al living con la humeante infusión.

El profesor me habría estado explicando que no se trataba de que él hubiera querido, o hubiera dejado de querer, escribir eso. Él simplemente había escrito lo que había visto… como si fuera un cronista de un hecho que en verdad había sucedido… Y me habría contado que él mismo había derramado lágrimas ante algún escrito suyo…

En fin… En fin… Un rato después habría estado caminando de vuelta por unas calles… ni alegres ni desoladas… simplemente cotidianas… recordando mi encuentro con el profesor… No un encuentro magnífico, donde hubiera estado bebiendo cerveza entre risas estridentes y comentarios lúcidos con él y sus ilustres amigos, nada de eso… sino habiendo llorado deplorablemente ante él y su esposa… Una vergüenza…

Él me habría dicho lo que en sus historias ya me había enseñado…

Es que la vida no es tanto lo que soñamos que sea… sino, en gran parte, simplemente lo que nos toca vivir… Y que a ello hay que vivirlo con la nobleza de la más elevada historia… pues lo es… aunque en lo cotidiano las Sombras se empecinen en mostrarnos lo contrario...

De manera que eso de “luchar por nuestros sueños”, que tan buena prensa suele tener (y que en determinados casos podría ser una verdadera locura… cada delirio puede tener cada uno…), no nos garantiza, en absoluto, que nuestros sueños vayan a cumplirse…

Además, será necesario tomar con humor el incuestionable hecho de que, aun en el caso de que se cumplieran, no serían capaces de darnos la felicidad que parecían prometernos… Ni siquiera los sueños más nobles, bellos y buenos…

Es que en este mundo caído “tal es el orden de las cosas: encontrar y perder, como le parece a aquel que navega siguiendo el curso de las aguas...”

Sin embargo… las perlas que cada tanto encontramos en nuestra vida no son sino huellas de un tesoro imperecedero que está más allá de los límites del tiempo, y al que solo se llega con un corazón puro…

Confío que en el día sin ocaso nos encontraremos y beberemos una cerveza exquisita… Tal vez el profesor Tolkien sonría, no creo que le molestaran los desatinados matices de este texto… Porque si en este mundo poseía sabiduría y buen humor… cuánto más sería esperable que tuviera allí… en la Posada de más allá del tiempo…